DE TRAMPAS Y FANTASÍAS
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(...) Basta asomarse al estilo conciso, directo, pero lleno de la poesía que la autora carga, para comprender que todo, la vida misma está plasmada en este libro de ficción. Ficción aparente.

José A. Albertini



TRAMPAS DE LA MEMORIA


LA VISITA
(De idas y venidas)

Ayer fue mi cumpleaños, y decididamente la fecha se las trae porque se empeña en dejarme marcada. El de 1960 fue el de la despedida: un adiós casi adulto, pero llorando a moco tendido como los niños que éramos. Las despedidas eran cosa de todos los días cuando familias enteras se dividían en las que se quedaban y las que se iban. Y pronto. Antes de quedar atrapadas. Corría el rumor de que a los varones entre los 15 y los 27 años no se les permitiría salir. Estúpido, inverosímil, cuentos, invento de los que se empeñaban en despretigiar a una revolución tan verde como las palmas. Pero no; no eran cuentos y muchos, los más, quedaron detrás del muro de agua que rodea la Isla.
A mis hermanos y a mí nos convencieron de haber tenido la suerte de quedarnos en el mismísimo y estrenado Paraíso. Los otros, Miguel entre ellos, pasaron a ser latifundistas, traidores, contrarevolucionarios, gusanos.

El amor llevó y trajo las primeras cartas. Las diferencias y los miedos –de uno y otro lado– las escasearon en proporción opuesta al encumbramiento de mi padre. De estudiante a Comandante/de muchas a ninguna. Era lógico; comprometían a mi padre, y del otro lado me imagino la sorpresa e indignación con el comemierda –o infiltrado, que hasta eso se dijo- que se atrevía a escribirse con la hija de una figura prominente de la revolución.
Me tragué muchas cosas, y por aliviar otras que pesaban demasiado a mis pocos años dejé que se hiciera más grande la distancia. Pude luchar, imponerme –pienso ahora–, pero siempre fui muy poca cosa: lo único que se puede ser cuando no te dejan ser lo que quieres. Y total, para que todo se desplomara al primer abrir de ojos. O de conciencia. O de codicia... ¡sabe Dios! De estudiante a Comandante. De Comandante a General. De General al Paredón. Y a partir de aquí todos en la familia, o casi todos porque a más de uno el “Patria o muerte” le pesó más que la sangre, a joderse. Fue entonces cuando me cambié el nombre. Libre de los curas y las pilas bautismales desaparecían con ellos los nombres del santoral. De Elena, demasiado fino y troyano, a Yamilene, más a tono con el ambiente y el papelito que nos tocó jugar a cada uno. Y Yamilene a inventarlas de una u otra manera; que no hay muchas cuando sólo se cuenta con el hambre y las urgencias, porque de toda esa retahila de dignidad, amor propio, decencia, etc., etc., sabíamos muy poco, o si alguna vez supimos ya lo habíamos olvidado. En fin, lo de todos, o peor. Que el San Benito del apellido y el Paredón era una tiñosa a todo color en la puñetera libreta.

Puedo jurar que hice lo que pude, pero confieso, y ya sin la podrida vergüenza de los primeros años, que lo que me salvó –por decirlo de alguna manera– fue ser “buen material, estar “dura”, “titi”, “contundente” (español al día), y saber abrir las piernas. No hay que pensar mucho cuando un día sí y otro también te vas a la cama con hambre. Cuando tienes una hija que también se va a dormir con hambre. Comprobé que después de la primera caída resulta muy fácil seguir cayendo. Así llegué hasta aquí, a esto, a esta noche. A este querer agarrarme de lo único que no han podido quitarme: escribir. Cuando encuentro papel, claro; y cuando puedo permitirme el lujo de no malgastarlo en imperativos higiénicos.
Treinta y cinco años... Sí; me entristece un poco recordar, pero ya no duele. Demasiadas muertes y caídas y bajezas. ¿Qué importa ya? Fue como fue y no como pudo ser. Y ocurrió porque en este país de mierda lo sórdido y mezquino, disfrazado de ilógico, inaudito, incomprensible, ridículo y estrafalario es cosa de todos los días. Y todas las noches. Como la de anoche... Y no sigo porque hace mucho tiempo que no lloro y no me da la gana de hacerlo ahora.


Atravesó el vestíbulo del hotel y abordó el primer ascensor disponible. Consutó su reloj. Magnífico. Asombrosamente puntual para un madrileño. Las dos y treinta de la tarde. Hora de la siesta y antesala de otra jornada de trabajo; pero no para un norteamericano regulado por conteos de nueve a cinco y overtime. Aunque no era el caso del hombre que lo esperaba en el quinto piso.
–Gracias por recibirme, Miguel. Le prometo que no le ocuparé mucho tiempo. Ya sé por mi padre de la amistad de ustedes desde niños; de cómo salieron en el mismo vuelo... Así que, como dice él, al grano.
–Me parece muy bien, pero siéntate y dime exactamente lo que tienes en mente porque no sé cómo puedo ayudarte.
–Pues, hombre, que sólo hablando, recordando, contándome ya me ayuda muchísimo. Me explico: estoy trabajando en un documental y he recogido información por aquí y por allá; pero en cuanto supe que estaba usted en Madrid, y estando yo de paso, que siempre ando de la Ceca a la Meca... Vamos, que con su historial, sus éxitos, me dije: éste es el eslabón que me falta. Y aquí estoy gracias a su amistad con mi padre... Usted, tranquilo... Vea, ponemos la grabadora a funcionar y, como le dije, a recordar.
–¿Ya...? Bien... De los últimos días y los líos de la salida no voy a decirte mucho porque ya te han contado. Quizás algo sobre mi estado de ánimo, que no era muy bueno. Recuerdo que salí bastante desanimado... Y ¿por qué no? Dejaba amigos y, sobre todo, una novia. Un primer amor, ya sabes... Pero a los quince años el pasado es muy corto y el futuro se abre como una flecha disparada... De los primeros años de exilio recuerdo u hueco en el piso de la sala que mi madre ocultaba con un sofá desubicado; unos cazuelones de sopa de pollo, blanca y espesa de tanta papa... para ampliarla, claro; el Chevy de mi padre, sin un guardafango y pintado de verde rabioso por un principiante –la Cotorra, le pusimos–; las sudadas ayudándole a cortar yerba y arreglar jardines y casas ajenas; las americanitas que nos calentaban y nos dejaban con la calentura... Y sí, también uno que otro mal rato hasta el sálvese-quien-pueda ante la hostilidad y discriminación. Recuerdo uno en particular con futbolistas de un High Shool que nos hicieron pasar un mal rato a mi hermano y a mí... Y era lógico, llegábamos a montones y... ¿te digo algo?, a lo mejor ellos presintieron lo que nosotros no imaginábamos: que los íbamos a invadir... Da risa, ¿no? Perdona que mire el reloj, pero... Por donde andaba... Ya; lo cierto es que paso a paso –mi madre lo dice de otra manera y mi padre de una que no puede quedar grabada– fueron las cosas encaminándose, o nos fuimos nosotros adaptando y... Cuidado, ¿eh?, fíjate que digo adaptando y no integrando... Mira; no sé si lo que pueda contarte aporte algo realmente interesante a tu trabajo, porque ni yo, ni probablemente ninguno de los otros triunfadores y exitosos –como nos llaman– fuimos héroes. Simplemente seguimos nuestro rumbo, o destino, o como quieras verlo. El de mi hermano fue quedarse en Miami, apuntalar a toda la familia y romper lanzas por lo nuestro. Lo admiro y lo admiraré siempre. Lo mío fue menos meritorio. En cuanto tuve alas y la posibilidad de vuelo, me aislé, me metí en la Universidad y cuando salí de allí me dije: Miguel, a ver cómo puedes hacer dinero con lo que sabes. Porque esa era mi merta. Lo siento, chico, pero es la verdad. ¿Cómo lo hice? Tuve una buena idea y me salió bien; tuve otra mejor y fue un éxito; y así una y otra vez. Confié en mí. me la jugué, logré más de lo que había soñado y aquí estoy. Como ves, nada de heroísmos ni buenas intenciones. Sinceramente creo que he sido un fiasco para mi gente. Se rumora –y es cierto– que no he ofrecido mi ayuda, no ya para combatir lo de allá, que pude haberlo hecho, ni siquiera para subvencionar revistas, premios, becas... ¡qué sé yo! Y no es que no haya querido, no. Es todavía peor: ni siquiera se me ocurrió, tan ocupado, tan involucrado en tantísimas otras cosas, tan ajeno he estado. Hasta ahora. Por eso accedí a verte cuando me reuní con tu padre. Creo que me despertó la visita que hice a la Isla... Sí; estuve allí en junio. Nunca pensé ir, pero cuando me escogieron entre otros “respetables, exitosos y objetivos ciudadanos” –cándidos, insensibles y mierderos, dijo mi hermano– acepté por compromiso y sí, lo confieso, también por curiosidad... Una sorpresa, chico. Todo más pequeño, las calles más estrechas, la gente distinta, una manera de hablar diferente, un vocabulario que no conocía... Eso sí, mujeres espectaculares; tal y como las exhibe la propaganda de los viajecitos al Paraíso del Trópico que han regado por el mundo entero. Podría contarte muchas cosas, pero ya eso es otra historia ¿no crees? Mira, como m has dicho que te irás allá a filmar –que hay que ver si te dejan– te anoto una dirección que no puedes pasar por alto. No te la pierdas... Si todavía existe, claro... Allá nunca se sabe... Te adelanto algo: un imprevisto desfile –desfile ¿eh?, no un show– de mujeres increíbles. Para los turistas, por supuesto. A los cubanos, ni asomarse. Toda una experiencia... y me río porque a mí no me fue muy bien, o quizás, sí, quién sabe... Aquí tienes... Y perdona que me levante, pero tengo una cita en unos minutos. Dile a tu padre que no me iré sin verlo. Suerte con tu documental.


Como todo en ese pedazo de tierra convertido en modelo surrealista, la casa era y no era casa de familia; la familia era y no lo era; la gente que entraba y que salía era y no era lo que parecía... En fin, que ni siquiera se sabía si era o no era del conocimiento de las autoridades el teatrico de todas las noches.
Miguel Hernán (Michael Hernan), el millonario, el empresario, el Presidente de una de las firmas norteamericanas de más prestigio, fue allí porque Ted y Bill y John y Bob y el otro, ejecutivos y decentes caballeros de nombre y billetera, se empeñaron en ir. En no perderse nada. En verlo todo... Claro, todo menos el hambre, la indignidad, el orgullo pisoteado, la miserias. Eso estaba fuera de sus funciones de “imparciales y desinteresados hombres de negocio en un empeño conciliatorio de tender puentes”. Amén.
El auto los fue dejando de dos en dos para no llamar la atención de no sabían quién; pero la aventura los excitaba y aunque intranquilos y sudorosos en este caribeño catorce de junio, entran.
Humo, licor, música excitante, una amalgama de voces en español ceceado, inglés, candiense afrancesado, alemán y hasta algún cantadito monosilábico quer bien podía ser chino o japonés. Ni sabían ni importaba. Turimo y basta.
Cesa la música. Repican los cueros rítmica y desaforadamente. Se hace el silencio y comienza el desfile: diez muchachas despampanantes de entre quince y veinte años (o menos) con el mínimo imaginable de ropa. Pero ¡quietos! Se mira y no se toca. Por el momento.
Entre todas, una estremece a Mr. Hernan por sabe Dios que inoportuna jugarreta. Que no estaba él para complicarse la vida ni había hecho ese viaje para aventuritas de mierda.
La señora, o la dueña, o la matrona, o la maestra de ceremonias o coordinadora o lo que fuera, con gestos y voz de dama que algún día fue y fue de verdad, y en diferentes idiomas, da la bienvenida, invita a pasarla bien y a portarse mejor para no estropearlo todo, y comienza a presentarlas entregando al azar, entre los turistas, los inesperados papelitos: Elvitys, Talilia, Yirán... Se pasea después, sonriente, recogiéndolos.
Miguel Hernán le entrega el suyo (¡al diablo! ¿por qué no?) La mujer lo mira fijamente y todavía sonriendo, pero de una manera muy distinta:
–Lo siento. Esa no puede ser.
–¿Por qué...? Yo creo que si es parte de...
–No importa lo que usted crea. Ocurre que es mi hija y yo digo que hoy y para usted, no. Escoja otra.
–No me interesa–la mira él asomándole ya la indignación ante la inmoralidad, la bajeza, la falta de...
–Mala suerte –corta ella el hilo moral que allí, y desde muy atrás, estorbaba- y sonríe otra vez. Con una sonrisa que tiene ahora algo de burla, tristeza, conformidad, rabia... Si es que pueden caber tantas cosas en una sonrisa. Y vaya si cabían.
Mr. Hernan decidió largarse causando un verdadero trastorno, y lo hizo. Molesto, asqueado, inquieto, disgustado con él y con todo; pero convencido de haber evadido el endiablado dedo acusador de la conciencia y, sobre todo, de haber despertado a muchas cosas.


Ya amaneciendo, Yamilene, no queriendo olvidar un solo detalle de otro traumático catorce de junio, decidió aliviar el desvelo con papel y lápiz sin dejar de pensar que este Miguel, con más años, más libras y menos memoria, se parecía hasta en el gusto, al otro. El del inútil adiós y el lloriquioso cumpleaños.



TRAMPA
(De donde las dan las toman)

El aldabonazo la sobresaltó e indignó al mismo tiempo haciéndole abrir la puerta de un tirón.
–¡Caramba, qué manera de tocar es esa! –le espetó al muchacho que se quedó mirándola con las palabras enquistadas entre el miedo y la garganta.
Lo miró ella detenidamente queriendo precisar de dónde lo conocía. Algo en él le era familiar, pero... Seguramente uno de los chiquillos del vecindario, pensó, y suavizando el tono.
–¿Qué quieres? ¿A quién buscas?
–A Julio Galate.
–No ha llegado... ¿Para qué lo quieres?
–Traigo una carta... De mi mamá.
Claro, se dijo, una vecina recogiendo para el United Fund o la Liga contra el Cáncer...
–Dámela, yo me encargo –extendió la mano queriendo despacharlo.
–No. Me dijeron que tenía que dársela a él. Yo lo espero.
Lo dijo y la miró con tal decisión aque algo, no sabía qué, se le inquietó a ella por dentro. Fue entonces cuando observó la maltrecha maleta.
–¿Qué traes ahí? ¿Estás vendiendo algo?
–¡Qué voy a vender! Esto –y empujó la maleta con el pie– me lo dio El Chino... El amigo de Tuto... El que me trajo...
–Mira, niño, no entiendo nada de lo que estás diciendo, ni sé quién es el chino ese, ni el otro..., como se llame...–¿Qué tienes en esa maleta?
–Ropa... Cosas que me consiguieron.
–Sigo sin entender, así que que vamos a terminar esto de una vez. ¿Para qué quieres a mi marido? Pero habla más despacio y sin tragarte la mitad de las palabras, caray.
–Yo... Bueno... Voy a esperarlo –la miró de reojo y se sentó en la maleta.
–Ah no, chico. A mí me vas a explicar esto, y pronto porque no tengo tiempo que perder.
–Es que me dejaron aquí porque no tengo adónde ir.
–¿Te dejaron...¡Y dale con los misterios! ¿Por qué te dejaron aquí? ¿Quién te trajo?
–Tuto y El Chino. Para que entregara la carta y me quedara aquí –y ahora sí la miraba de frente.
–¿Qué!
Había tanto asombro en la mujer como angustia en la mirada del muchacho inmerso todavía en el drama que le había tocado vivir.
–Mi mamá se murió.. –la miraba ahora con el brillo en los ojos del que llora por dentro.
–Bueno, bueno... Pero ¿qué tenemos que ver nosotros en todo este lío?
–Es que... vine a quedarme con mi papá –soltó de golpe.
–¿Y...? Vamos, habla o no podré ayudarte. A ver, quién es tu papá?
–Julio Galarte –se atrevió esperando lo peor.

La cabeza, la maldita migraña, le estalló de pronto al descifrar el porqué le recordaba a alguien aquella cara. ¡Claro, si era el vivo retrato del muy hijo de la grandísima...! Se apretó la frente, entró y se dejó caer en el sofá de la sala. ¡Con el tiempo que llevaba sin migraña y ahora...!
El muchacho agarró la maleta y la siguió. La puerta, a medio cerrar, dejaba entrar un haz de luz que le daba de lleno. Una patética figura de adolescente, toda brazos y piernas, con las ropas raídas y la mirada indefensa. Pero ella no vio más que los sucios zapatos sobre la recién estrenada alfombra. ¡Coño, me va a ensuciar la alfombra!, fue todo lo que traspasó los hilos enredados que se le enconaban en la cabeza y, sin mirarlo, sin decir palabra, lo dejó allí enfrentada ya a las náuseas y al vértigo.

Julito Galate no supo si cerrar la puerta o dejarla abierta; si sentarse o quedarse donde estaba; si aguantar las punzadas del hambre o registrar la cocina hasta encontrar algo, lo que fuera. Total, pensó, todo menos morirse de hambre. Ya había visto bastantes muertos.
Optó por sentarse y esperar. Con los aguijones del hambre recordó que todo lo que tenía en el estómago desde... ya ni sabía cuándo, eran dos de las galletas encontradas al azar en un cartucho tirado, y que Tuto, después de mirarlos fijamente, había compartido con él y con El Chino cuando deambulaban al amanecer, sin rumbo y todavía mojados. No quería recordar, no quería..., pero le subió a los ojos el horror de la niña muerta en los brazos de la madre, de la joven apretada al marido y que, de pronto, ya no estaban; del Chino tratando inútilmente de retener a los muertos; del hombre que con los ojos desorbitados, de pie en medio de la lancha, gritaba “Sálvanos, Dios mío... Sálvanos Virgen de la Caridad”; de Tuto enfrentándose solo a las olas porque los otros, espantados, gastaban sus fuerzas en gritar, llorar, imprecar, rezar. “Recen, recen”, dijo alguien y él quiso, pero no sabía. Ya a salvo sí supo darle gracias a Dios por haber crecido en una playa y haber tenido a Tuto y a aquel mulato fornido a quien todos llamaban El Chino que repetía al pisar tierra, casi sin voz ni fuerzas “llegamos...llegamos”
Con ellos supo ver y afrontar la muerte. ¿Por qué lo abandonaban, ahora? ¿Por qué? No quería recordar. No quería pensar en la lancha ni en el mar ni en los muertos... Y pensó en su pueblo y en sus amigos. En su mamá y en su tía. Nunca había sabido cuál de ellas era realmente su madre, porque bromeaban y le decían una cosa hoy y otra mañana. Ya no importaba. Sólo se preguntaba si su madre...–¿o era su tía?–, lo había enviado a la muerte en aquella lancha. Sólo quería saber por qué lo abandonaban todos. Por qué lo habían llevado allí, así, categóricamente con un seco “te vas con tu padre”. ¿Su padre? ¿Qué padre? Solo porque enviaba dinero todos los meses. ¿Quién rayos era su padre? Ni un retrato suyo había visto en toda su vida... ¡No, no; tenía que saber, tenía que defenderse, tenía que encontrar a Tuto... Pero el cansancio, el hambre y la angustia pesaban más que el brío de sus trece años y se quedó dormido.
¿Por qué dejaron la puerta abierta?, tronó un por qué que no era suyo y de un salto se puso en pie para enfrentar a Julio Galate.
–Pero... ¿qué es esto? ¿Se puede saber quién eres y qué carajo haces aquí? Vamos, ¡fuera, fuera!
Ante la cólera, el asombro y la impaciencia del hombre, y temiendo que lo echaran a patadas, soltó de un tirón:
–Estaba esperándolo soy Julito Galate mi mamá se murió en Cuba vine en una lancha me dejaron aquí no tengo adónde ir...
–¡Santo cielo! –se agarraba el hombre la cabeza mirándolo con tal horror que supo Julito que el miedo y la angustia estaban también entre aquellas paredes que a él, hecho a escaseces, a casas apuntaladas con desechos de madera, a ventanas protegidas con cartones, a jardines pelados y a calles sucias, se le antojaban las de un palacio.

La oscuridad de la habitación, y las pastillas atragantadas sin tiempo para el agua, le amansaron la furia del dolor devolviéndola a la pesadilla que aguardaba en la sala. ¿Cómo, cómo era posible que le sucediera esto a ella? ¿A ella que con tanto cuidado lo había planeado todo? ¿Cómo no había averiguado más antes de casarse con el viejo de mierda? El muy zorro... Así que ella ocultando sus gastos, haciendo maravillas para contentarlo y él enviando dinero al chiquillo de porra y a sabe Dios que pelandusca. Claro, clarísimo...Ese era el dinero que había que “poner a un lado para asegurar el futuro”. ¡Futuro, tarro! ¡Qué estúpida! ¿Cómo, cómo se había tragado todo eso? ¡Ella, ella que lo había calculado todo! ¿Cómo era posible que le fallaran otra vez sus planes...? Como si no fuera bastante el golpazo de saber que los automóviles y el yate y la servidumbre, ¡todo!, no eran más que una pantalla. Que lo único que su marido tenía, suyo de verdad, era la casa... Y un tremendo sueldo, claro, pero todo lo demás... Mierda. Prestado. De la Compañía. Y cuando se retirara ¡si te vi no me acuerdo! No; otra vez, no. No iba a tolerarlo.

Le pateó la migraña haciéndola cambiar el rumbo. Cálmate... Piensa bien las cosas... Has vivido como una reina... Tienes más de lo que alguna vez soñaste...Sí, pero renuncié a seguir viviendo con Tony... ¡Ni loca me hubiera casado de haber sabido...! No, no estaba en mis planes que durara tanto... Con eso del corazón y la diabetes y qué sé yo cuántas cosas más... No, no es justo y no voy a aguantarlo... Cálmate, cálmate... Recuerda que la casa sí es suya y te ha dicho que te la deja... Pero ¿y si incluye al mierdero muchacho? Hasta puede dejárselo todo si le da la gana...
La sola idea le hincó el rezago de la migraña. Cerró los ojos y respiró fuerte. Cálmate, cálmate... Tienes que pensar, que hacer nuevos planes... Necesitas tiempo...
Oyó el portazo, las preguntas, los pasos agitados que se acercaban. Cerró los ojos y se hizo la dormida.

Las bodas y los velorios han sido siempre las grandes ocasiones de los pueblos y aquel no era diferente. El muchacho, dolido y encabronado a un tiempo, se preguntaba cómo era posible que se llorara a moco tendido, y al momento se pudiera reír con poco o ningún disimulo ante un chiste o un comentario sazonado. Le dolía el pecho de tragarse el llanto; le dolía que nadie pensara en lo que él estaba sintiendo, le dolía que su madre se abrazara a su amiguito de turno sin importarle el espectáculo que estaba regalando; le dolía que Tuto lo mirara de reojo y cuchicheara con ellos; le dolía, sobre todo, que su madre –o su tía– tan crudamente le hubiera dicho al acercársele llamándola: –¿Cuántas veces tenemos que decirte que yo no soy tu madre? Ahora es en serio, Julito. Tu madre es ella –y con un gesto de ojos y cabeza–; ve y despídete porque no la verás más.
Le dolía ahora, por primera vez, aquel juego de siempre: “Tu mamá es ella. Tu mamá soy yo. No hagas caso, las dos somos tu mamá”. No recordaba cómo había comenzado todo, pero hacía tanto tiempo de eso que, como las quería a las dos y con las dos vivía, no le había importado mucho. Hasta que vio a una en la caja y a la otra abrazada descaradamente al amigo.
Más le hubiera dolido escuchar lo que conversaban con Tuto:
–¿A qué viene eso, ahora? –decía el amigo– Te dimos lo que pediste, ¿no? Pues ya... Te llevas a Julito y se lo sueltas al padre –y ella, ante el temor y la desconfianza de Tuto que se empeñaba en devolver el dinero:
–Pero ¿qué es lo tuyo? Mira, chico; puedes jurar que Julio se va a enterar de este velorio y no va a seguir enviando ni un cochino peso.
–Pero, ¡coño, chica, es tu hijo!
–Allá va a estar mejor, ¿o no? Y yo aquí ¿cómo me las voy a arreglar sin ese dinero? A ver, dime. Porque, olvídate, a Julio le importa un culo Julito. Si mantenía a mi hermana era porque estaban casados y tenía miedo de que le armara un escándalo por allá y se le cayera el altarito.
–Pero, ¿y si se descubre? –No... No tiene por qué sospechar. Desde el primer momento le dijimos que ella estaba esperando un hijo suyo y que tenía que mandar dinero o allá nos íbamos todos... Muerto de miedo estaba cuando lo del Mariel... ¡Qué va! Ni se imagina que Julito es hijo mío.
–Hum... Esa fue una jugada sucia.
–¿Ah, sí? Qué, ¿nos ibas a mantener tú que también te desapareciste? Teníamos que sobrevivir. Al fin y al cabo vivíamos juntas y él se largó sin decir una palabra... –y aprovechando un momento de ausencia del amigo se acercó provocativamente apretando la ruda mano del marinero.
–Eso, sí; me lo cuidas bien. Por los buenos tiempos... Por lo nuestro, ¿no? –y sintiéndolo indeciso:
–Tuto, para tu tranquilidad... No fue una jugada tan sucia porque él es, realmente, hijo de Julio.
–¿Queeé...? –se azoró el hombre– ¿Y tu hermana no...?
–No; ni se lo imaginó. ¿En qué tiempo, hijo? Aquí te levantas y te acuestas pensando en la maldita “libreta” y en lo que hay que patear para agarrar la mierda que te toque... ¡Iba, la pobre, a fijarse en la cara del muchacho! –y riéndose al voltearse Tuto para mirarlo detenidamente:
–Sí; su vivo retrato. Cagadito, hijo, cagadito.



MUÑECA ROTA
(De éxodos y acogidas)

Como todos los días. Disparos, explosiones, soldados, carros patrulleros, sirenas ululando de uno a otro lado de la ciudad... Y miedo. La Embajada parecía un avispero: americanos que abandonaban el país, ricachones tratando de sacar los pesos bien o mal habidos; políticos y gobernantes a la desbandada; victimarios huyendo de sus culpas; víctimas arrastrando el miedo; familias enteras protegiendo a los hijos. LARGARSE. Esa era la palabra de orden. Faltaba tiempo. Sobraba empuje y buena voluntad, pero los que hormigueaban adentro dejaban ver la tensión de meses y meses a doble marcha y se preguntaban cuándo y cómo terminaaría el día.
–¿Queda mucha gente?
–Bastante.
–Hum... Y son más de las cinco.
–El Sacerdote que viene todos los días ha traído una niña pequeña y dice que no se irá sin ver a la Embajadora.
-Déjeme hablar con ella a ver si... –y tomando el teléfono– Mary, el Padre Flores está aquí... Sí, sí; no te preocupes. Yo le explico.
–Deje pasar al Padre Flores, por favor. A los otros, dígales que la Embajadora sólo recibirá a los que estén citados.

El sacerdote no se hizo esperar. Se veía más viejo y cansado, pero el espíritu que lo animaba no cedía fácilmente.
–Buenas tardes... Le agradezco que me permita ver a la señora Embajadora y prometo no robarle mucho tiempo. Mire, yo traigo...
–Padre Flores... –lo atajó la Secretaria– Hay cuatro personas, citadas por la Embajadora, que todavía esperan. Ni a las diez de la noche saldremos hoy de aquí. Lo he dejado pasar para decirle que mañana...
–No señora; no me iré. Es la vida de mis niños y...
–Padre Flores ¡por favor! La Embajadora no se ha olvidado de usted. Está al tanto de todo.
–¡Pero si no la he visto! ¿Cómo puede saber si no he podido explicarle...?
–Créame, Padre. Ella entiende su problema más de lo que usted se imagina y está haciendo todo lo posible por ayudarlo. Mire, mañana por la tarde la Embajadora tiene una cita muy importante relacionada con el problema de sus niños. Venga a las tres. Traiga una lista de prioridades. Deseche lo superfluo. Todo bien claro y preciso.
–Pero es que he estado viniendo todos los días...
–Sin estar citado, Padre. Le prometí que Mrs. Harrison lo atendería y le aseguro que no regresará a Washington sin verlo.
–¿Se va la Embajadora? ¡Ay Virgen Santísima!
–La verá mañana, Padre. Aquí tiene; enseñe esto en la puerta.
–Oiga, ¿cómo voy a entenderme con ella? Yo, de inglés...
–No se preocupe. Y venga solo, ¿eh? Esa niña se ve cansadísima.
–Es que quiero que la señora Embajadora la vea y comprenda...
–No es necesario. Ella sabe. Hasta mañana, Padre.



Matacumbe. Nosotros le llamábamos El Campamento. No conocía entonces esa palabra, pero luego, ya fuera de él, pensé muchas veces si los bien intencionados sacerdotes que nos llevaron allí pensaban que nos estaban enviando de veraneo. Puedo verme en el patio, sentada en el muro que remataba las escaleras. En los brazos la muñeca que me habían puesto en los brazos aquella tarde, en el aeropuerto. Los niños, ignorándome unas veces, haciéndome burlas, otras. Y yo aferrada a la muñeca. Un chiquillo se me acercó amenazando quitármela, otros lo imitaron. Les di la espalda, no tanto por rehuír la burla como por ocultar las lágrimas. Fue entonces cuando me la arrebataron. Los vi alejarse, de una a otras manos la muñeca que saltaba azuleando el aire. Me levanté siguiendo el rumbo de los niños, buscando aquí y allá con la mirada. En la tarde, ahora gris y silenciosa, se mustiaba la yerba hasta alegrarse en una mancha azul. Corrí a abrazarla adivinando sus grandes ojos abiertos para mí; pero me detuve de golpe apretándome la boca con las manos. El vestidito azul, levantado, descubría el cuerpo de trapo abierto hasta el cuello. Un polvo amarillo y áspero salpicaba la yerba. La levanté, asustada, tratando de cubrir la herida por donde se iba lentamente... ¿la vida?, ¿era así, la vida? Con los cordones de mis zapatos apreté el cuerpecito abiertoy sentí el serrín... ¿la vida?, correrme por las manos. Y lloré. Lloré como no había llorado desde aquella tarde, en el aeropuerto.
"Vamos, no llores así. Anda, recoge tu muñeca", me levanté de un salto abrazándome a la voz que hablaba como yo. A la mano que tocaba mi hombro.
“Está muerta. Le abrieron la barriga”, creo que le dije.
“¡Qué va a estar muerta!, me miró sonriendo, "Ven; vamos a la oficina y la cerramos como cierran los médicos las heridas", y la miré yo hacer sin desprenderme de su lado.
“Así... ¿ves? Ya está. ¿Cómo se llama tu muñeca?”
“No tiene nombre.”
“Pues hay que buscarle uno... A ver, ¿cómo le ponemos?
“Gloria. Igual que mi mamá.”
“Y tú, ¿cómo te llamas?”
“María Gloria, pero me dicen Mari.”
“María... El nombre de la Virgen”, me entregó la muñeca y abrazándome, “Ahora me voy porque...”
“¡No, no te vayas!” y me prendí de su mano con el más desolado de los miedos.
“Tengo que marcharme, hijita; pero te prometo...”
“¡Por favor, por favor...! Yo me quiero ir contigo”, me crecía el miedo en un llanto a gritos.
“No puedo llevarte, María. Mis niños no tienen a nadie y a ti seguramente que te reunirán con tu familia. Verás nevar, aprenderás inglés...
“¡No, no me quiero ir! ¡No sé adónde me llevan... No sé quiénes son...!”
“¿Cómo...No te vas con familiares o amigos de tus padres?”
Me abracé más a ella y a la muñeque negando con la cabeza.
“No... Dice Miss Lee que me van a recola...a reco...”
“Re-lo-ca-li-zar. Claro... La famosa relocalización.
Me abracé a ella con toda la fuerza de mi desamparo y recuerdo que me miró parpadeando rápidamente y que sus ojos brillaban como el acero.
“María”, me dijo apartándome suavemente, “Ve ahora con los otros niños. Yo te prometo que haré todo lo posible para llevarte conmigo”.

Y la esperé, la esperé... El día antes de salir para Illinois recorrí una y otra vez el camino de los dormitorios a la oficina, de la oficina al lugar donde había encontrado a Gloria, de la desolación a la esperanza. Y por la noche, al amparo del sosegado dormitario y de la cómplice luz que regalaba una ventana, levanté el vestidito de Gloria y zafé los hilos tan hábilmente entrecruzados, susurrando: “No te asustes. Ella prometió volver”. Y otra vez el serrín. Y otra vez las lágrimas.



Hablaba la Embajadora por teléfono cuando entró el Padre Flores. La conversación, en inglés, lo intranquilizó. Difícilmente iba a entenderse con esta señora –pensó–, porque él, de inglés, ni jota.
–¿Cómo está, Padre Flores? –le extendió ella la mano sonriendo ante su asombro.
–¡Dios la bendiga por ese español tan bello!
–Siéntese, Padre. Deje los papeles sobre la mesa y cuénteme cuál es exactamente la situación.
-Que son muchos los niños, señora... Que no tenemos los medios... Mire, yo sé de una manera de situarlos del otro lado de la frontera, pero tengo miedo. No me confío... Hay tanta intranquilidad en todas partes... Yo creo que... Vamos, que con su ayuda podríamos enviarlos por un tiempito a los Estados Unidos y...
–No, Padre –lo interrumpió cortante y rudamente– Los niños se quedan aquí. En lo suyo y con los suyos. ¿Se imagina lo que sería de ellos regados por ahí? Esto no se sabe cuándo termina, Padre. Puede durar años. Sí, sí... No se azore. Mire, hay otra solución. Voy a enviarle a dos personas para que se le abra un expediente a cada niño...
–Pero, ¡no podemos mantenerlos, señora! Se nos han agotado los fondos y siguen llegando. Ayer mismo me llegaron cinco. –Déjeme eso a mí. Usted no permita que se los quiten, que los separen –y poniéndose en pie– Vea a mi sercetaria. Ella tiene un cheque para usted y le hará llegar la misma cantidad todos los meses –y ya en la puerta:
–Luisa, el cheque del Padre Flores.
Voz y ojos se le humedecieron al cura al ver la cifra.
–¡Bendita sea!¡Es de los nuestros! No sé cómo, ¡pero es de los nuestros! Bendita Madre de Dios, Virgen Santísima, Virgen del Socorra... –hablaba y rezaba todavía bajando las escaleras de la Embajada.
Pasadas las ocho de la noche salía el Señor Ministro decidido a contribuir moral y económicamente con el Proyecto FAMILIA, que se había convertido en el abejorro del corazón y el cerebro de la Embajada.
Ni pensar en irse a casa con tantísimo por hacer. Tenía que solucionar definitivamente la situación de los niños del Padre Flores. Era preciso mantenerlos juntos, cerca, perfecta y claramente identificado cada niño con sí mismo, con su historia, con su circunstancia... Los niños. Otra vez los niños. Siempre y en todas partes, los niños.
–Mary –se rompió el hilo al entrar la secretaria y amiga de tantos años– ¿No crees que hemos trabajado bastante? ¿Nos vamos...?
–Yo me quedo, Luisa. Estoy esperando una llamada de Washington... Aquí está... Perdona... –y después de una breve conversación en inglés el cambio al español:
“¿Cómo estás? Sí, sí; hablé con el niño... En inglés, claro, y no sabes cuánto me disgusta que no me hable en español... Ya, ya sé lo que me vas a decir: que la madre es americana, que llegas cansado a la casa, que... Sí, es cierto, pero recuerda que tu padre también era americano y que tú aprendiste, ¿no? En fin... Llamo para avisarte que no puedo adelantar el viaje. Todo lo contrario; tengo algo muy urgente que resolver antes de irme... Sí, te avisaré... Un beso."



Illinois... Un aire helado que cortaba el aliento. Una señora que repetía tocándose el pecho “Mother... Mother” y un señor calvo y regordete que sonreía siempre y que sonriendo y abrazándola le dijo franca y llanamente "Uncle Henry, ¿OK?.”
Adiviné el inglés antes de aprenderlo, y cuando advertí que olvidaba mi idioma me refugié en Gloria repitiéndole una y otra vez que no quería que llegaran mis padres y mi hermanita y no me entendieran. Luego, la sorpresa de Mother al descubrir a Gloria, al querer coserla y al rechazo de aquel “Déjala. La quiero así.”
Y el tiempo y las cartas cada vez más espaciadas que ya apenas podía leer. Fue entonces cuando descubrí aquellos libros, Cómo aprender italiano, francés, español... ¡Español! Unas semanas más tarde el libro era mío. Había renunciado a cines y meriendas, cortado yerba, cuidado niños... Y Mother sin comprender nada, sabiéndose lejos. Pero sí la quise. La quise mucho, sólo que había un vacío, un algo que no sabía explicarme. Con Uncle Henry era diferente, fácil como todo él. En su vida no había tiempo para rincones oscuros y complicaciones. Lo tenía muy lleno con pesquerías, cacerías y cuanto programa de deportes se televisaba. Tenía, además, a Eddy, sobrino y compañero inseparable.
Illinois... Mis estudios, mi graduación con honores, mi alegría ante aquella Beca de la Universidad del Estado, Mike, Mike Harrison y el amor. Pero yo sabía, siempre supe, que piel adentro llevaba mal cerradas cicatrices: el aeropuerto, el Campamento, la arisca adaptación a un lugar y un idioma extraños, la soledad... Y Eddy. Eddy con sus piernas largas y su acné repulsivo Su acoso, sus manos húmedas y nerviosas hurgando como reptiles. El sabor a sangre al clavarle los dientes. “Bitch...! I warn you...!" Pobre Uncle Henry... Nunca lo supo y se fue sencilla y mansamente sin perder su sonrisa, su candidez y su confianza en Eddy.



El vocerío se hizo reyerta, gritos, piedras, autos volcados, fuego, sangre y muertos. No era la primera vez que ocurría, pero sí la primera frente a la Embajada. No sería la última. La ciudad era un hervidero y si de ella salían miles de personas diariamente, otras miles llegaban de los hambrientos y s. Sobraban bocas. Faltaban alimentos, abrigo, manos... Y hasta el agua, aquella tarde sacudida por tres explosiones casi simultáneas: en el Acueducto, en el Centro y en uno de los barrios más poblados de la ciudad. Se multiplicaba el Padre Flores buscando leche para sus niños, medicinas para sus niños, zapatos para sus niños.
Sin saber cómo ni a qué voz se fue llenando de gente la escalinata de la Embajada. Mary Harrison sintió el filo de la angustia traspasando las ventanas del edificio.
–Que dejen entrar a las mujeres y a los niños. Averiguen por qué vinieron hasta aquí. Que no se vayan sin atención.
–Dicen que no consiguen agua ni alimentos...
–...que no tienen luz...
–... que hay gente armada por las calles...
–¡Atiéndanlos! –más que voz fue orden precisa de la Embajadora– Saquen jarras con agua, refrescos...Algo de comer. –Pero son muchos y aquí no tenemos...
–Busquen, compren lo que haga falta. Pan, leche, galletas... Lo que encuentren; pero que no se vaya un niño sin comer. Esto tiene prioridad. Todo lo demás, incluyendo las entrevistas, queda cancelado.



Mother me quiso. A su manera, pero me quiso. Me lo demostró el resquebrajamiento de su frialdad cuando llegó la carta.
“Vienen tu mamá y tu hermana. Te irás con ellas, claro...”, y se le rompió la voz luchando con el llanto.
“No; yo no me voy. Yo me quedo contigo”, cerré de golpe el vacío de tantos años.
“Pero es tu madre y viene a buscarte”.
“¿Ahora? ¿Después de doce años? ¿Por qué no vino cuando más la necesitaba? Ni siquiera escribía...¿Y mi padre? ¿Viene también mi padre?” No. No venía mi padre. Había muerto en la cárcel.
Llegaron y me sentí mala al sentirlas extrañas. Tan extrañas como extraños me habían sido alguna vez Uncle Henry y Mother. ¿Dónde estaba aquella madre a quien tanto había amado? Nada había de ella en la egoísta mujer que demandaba todo mi tiempo y toda mi atención; que esperaba de mí sacrificio y renuncia a cambio de su retahila de quejas y exigencias.
Doce años... El hogar que tan abiertamente me había acogido; el cariño franco y alentador de Uncle Henry; los cuidados, los desvelos y el amor de Mother; mis estudios... No fue fácil, no; pero tuve que decidir y lo hice: Mother, la Universidad y Mike. No me comprendieron cuando les hablé de la bien ganada Beca, de mi futuro, de lo mucho que me habían dado en aquel hogar, de la soledad de Mother... “Una vieja comemierda y estúpida que no es nada tuyo”, chillaba mi hermana. “Eres una desagradecida... ¡En mala hora te mandé a este cochino país!”, me echaba en cara mi madre más histérica que dolida. Y yo en el medio, compartiéndome. Amada y recibiendo, aquí. Dando y utilizada, allá. Felizmente no les gustaba el frío, ni el pueblo, ni la gente: “Nada, absolutamente nada nos ata aquí”, repetían. ¿Nada...? Y se fueron. Apoyadas, claro; resguardadas, claro, por la mala hija y por la estúpida vieja y por el cochino país.



Gritos, desorganización y miedo siguieron a la explosión. La Embajadora, al salir de la oficina, se topó con Luisa que entraba corriendo.
–Una bomba... Y esta vez aquí... En el jardín, junto a la escalera.
–¿Algún herido?
–No, no creo.
Bajaron juntas. El personal en pleno contemplaba el reguero de cristales rotos y los desolados huecos de las ventanas. La Embajadora observando cuidadosamente los daños.
–Gracias a Dios no ha sido tan serio. –y volviéndose al jefe de Mantenimiento:
–Esas ventanas tienen que cerrarlas hoy. Lo antes posible.
–Hay que ordenar los...
–Así no pueden quedarse. Las cierran con maderas, con lo que encuentren; pero hoy.

El llamado incesante de los teléfonos, el gentío y los periodistas entrando y saliendo desarticularon una labor que sin importar cuánto se trabajara resultaba siempre a medias. Sobre el escritorio se apilaban los expedientes por revisar. Señalándolos, se sentó Luisa frente la Embajadora.
–Bueno, y ahora...¿por dónde empezamos?
–Por el del Padre Flores. Quiero toda esa información completa antes de irme. O de irnos, porque lo de hoy fue un aviso y no me gusta nada. Si la situación se pone más y más candente la Embajada podría cerrarse, y a los niños del Padre Flores no los dejo al garete.



Cuando me gradué ya no estaba Mother. Sólo tenía a Mike. Mike esperándome. Mike comprendiendo aquel afán, aquella necesidad mía de ser algo, alguien. Mike permitiéndome ir al otro extremo del país para encontrar mis raíces, para perfeccionar mi idioma: el mío.
Me fui con Gloria. Gloria en su caja de cantón. Gloria todavía abierta; apretado el cuerpecito por los cordones de unos zapatos niños.
Luego... Luego la experiencia, la emoción de aquel primer día de clases. Hasta el nombre, al pasar lista, sonaba distinto: María. De muy lejos me llegó una voz que creía olvidada: “el nombre de la Virgen”. Sentí el ecozor de las lágrimas y el latir del corazón de la Mari niña. ¡Qué a gusto se estaba entre gentes que decían y pensaban y reían y hablaban como la pequeña Mari reencontrada! Y, ¿cómo olvidar aquella tarde...? Terminaba el curso. Se despedían todos. Sabía que perdería también a aquella inigualable profesora. Quería hablarle, necesitaba decirle..., pero no sé que angustiosos recuerdos me lo impedían. Se me acercó ella con el afecto y la atención que siempre me había demostrado, “María, estás siempre tan callada, tan encerrada en ti misma. ¿Por qué? Tienes el mejor expediente del curso...¿qué pienses hacer cuando te gradúes?”
“No sé... Me gustaría ayudar, contribuír de alguna manera...”, y atreviéndome antes de otro adiós, le extendí la caja, ”Doctora... ábrala. Es algo que he guardado para usted.” La supe estremecida cuando, abierta la caja, parpadeó rápidamente mirándome sin contener el asombro y las lágrimas.
“¡María...!”, y abrazadas las tres, “¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Por qué la abriste? ¡La cosí yo con tanto amor!” , y yo recordé a Mother, su apacible cariño y su empeño en coserla.
“Pensé que así, quizás, usted volvería. Luego, pensé que nos había olvidado”
“No, María. Moví cielo y tierra para llevarte conmigo. Cuando pude hacerlo ya te habían relocalizado y no me lo permitieron.”



La Embajada era un avispero. Corrió el rumor de la retirada de su personal y se multiplicaba el trabajo.Abierto sobre el escritorio de Mary Harrison, el expediente del Padre Flores. De los niños del Padre Flores.
–Relocalización. Otra vez la relocalización. No, no aquí. No ahora. Esta batalla la perdí una vez, pero ahora no. Duelen muchas cosas todavía. El desaraigo, la soledad, las lágrimas, lo perdido para siempre...
–¿Hablando sola, Mary? –entró Luisa sacándola del transitado mapa de sus vivencias.
–Sí; y ¿sabes una cosa? Cancelo mi viaje. Me quedo hasta que esto se arregle de una u otra manera... Ya, ya sé que es peligroso, que es una locura; pero me quedo. Y se quedan los niños del Padre Flores. Si tienen que salir, salimos todos juntos. Eso, te lo aseguro.

Afuera, como todos los días. Disparos, explosiones, carros patrulleros, soldados, sirenas ululando de uno a otro lado de la ciudad. Y miedo.



REGRESO A LA LUZ
(De encierros y liberaciones)

La tierra, suelta y roja, le quemaba las plantas. Andaba como ebrio, bebiéndose el azul y los verdes y el airecillo tibio que no lograba aliviar la ardiente caricia del sol indiano.
El camino era largo, pero allí lo esperaban con los caballos ensillados, y la buela con la tacita de café negro y amargo, y Elisa con sus ojos grises, o azules...¿o eran verdes? Se ocultó el sol tras una nube inquieta haciendo más fresco el aire sofocante del mediodía. Miró hacia arriba temiendo perderlo. No; allí estaba. Otra vez al descubierto, con sus brazos de luz hechos realización y amparo.

Llévame, sol hasta tu ardiente cima...

Se oyó reír. ¿Desde cuándo era él, poeta? Ebrio, ebrio estaba de luz y de calor y de vida. Andaba, corría por la tierra suelta dejando que el sol le acariciara el rostro. Cantaban a su paso los pájaros dibujando alas en el azul del cielo. Se le antojó que así de azul era el trono de Dios. Del Dios que sentía a su lado; con él, aquí, ahora. Se inclinó a acariciar una humilde florecita de caminos.

Florecita que mi senda
vas adornando al pasar...

¿Le estaría haciendo daño el sol? Miró de nuevo hacia arriba y sintió el escozor de la luz adrentrársele por los ojos, acariciarle la garganta, entibiarle los pulmones, bajarle lentamente por el despierto torrente de su sangre.
Le pareció oír la voz de su padre, “el sol sale por el este y se esconde por el oeste”. Y sus preguntas de niño indagador “¿por qué?, “¿dónde está el este?, “¿qué quiere decir oeste”?, ¿quién les puso esos nombres...?
Su padre tenía la cara tostada por el sol y unos ojos muy serios que no le iban a la sonrisa dulce, suave, como abochornada de parecer sonrisa de mujer.
Y a él, ¿cómo lo recordaría su hijo? Se ocultaba de nuevo el sol privándole de aquel calor cómplice y amigo.
"¡Gusano, gusano...Te voy a delatar al Comité", la voz extraña de su hijo, su respuesta en la bofetada –que le ardió en la mano y le ardía aún dentro del pecho–, la mirada llena de sorpresa, de miedo, y enseguida distinta, adulta, endurecida por el odio. ¿Cuándo y en qué rincón de sombra había perdido a su niño? ¿Qué edad tenía su hijo, entonces? Y ahora, ¿qué edad tenía? ¡Qué importaba! Tenía la edad de un delator. Y él, ¿qué edad tenía él? No lo recordaba. Quizá la edad del tiempo que pasa sin contar días, ni horas, ni minutos. La edad de la vida y de la muerte. La edad de un siempre y de un allí.
Se estremeció convusivamente luchando con el frío súbito que lo poseía.
–¡Nooo!
Fue un sollozo hecho grito. Un aullido que detuvo al viento y oscureció el cielo y subió, subió, hasta posarse hecho luz en el trono azul vestido de todos los azules.
Un ruido de hierros le hizo abrir los ojos hinchados, rojizos y febriles.
–¿Qué te pasa a ti? Si vuelves a gritar te... Eh, Juan, este tipo está delirando. ¿Lo reportamos?
–No, échale agua fría para que se refresque.
–¿Y si se muere...?
–Qué...¿te estás ablandando?

El agua bañó el cuerpo desnudo, esquelético, que se convulsionó sobre las baldosas húmedas y malolientes.
Apretó los ojos y las manos aferrándose, no a la vida, no; al sueño. Volver a la tierra tibia y suelta. Al sol ardiéndole en las espaldas, corriéndole alocadamente por las venas. Al trono azul vestido de todos los azules.
Se aflojaron las manos, perdiéndose la mirada ciega en sabe Dios qué caminos salpicados de florecitas blancas. En saba Dios qué cimas de luz.


UNA LINEA INAGINARIA
(De aquí y de allá)

Apretó el enmarcado retrato contra el pecho y miró sin ver el paisaje ajeno, la lluvia gris, el cielo plomizo, el agua turbia corriendo calle abajo. calle abajo...

La oficina... Amplia, acogedora. Con ventanas volcadas al bullicio de la vieja calle colonial. Cierto que los adelantos, o la moda, o lo que fuera, le habían quitado mucho de su encanto al adicionarle el falso techo y el monstruoso cajón del acondicionador de aire; pero fieles al recuerdo, allí estbaba el escritorio oscurecido de años y de uso, los libros... Y allí, también él. En su lugar. Con aquel gesto suyo de sujetar las gafas empeñadas en escapar nariz abajo. Y su secretaria, claro... ¿Cómo era posible que no recordara su nombre después de tantísmos años multiplicándose a su voz: “Avísale a Ríos que el Juicio es mañana”; “¿llegó la correspondencia?;¿dónde están los contratos de...?”, y protestaba ella al fin, “¡Pero doctor, no puedo hacerlo todo a la vez”. Y se excusaba él sujetando las escurri-dizas gafas... Y el retrato... Aquel mismo retrato, sobre el escritorio... Saludándolo al llegar; despidiéndolo al marcharse... María... ¡Cuánta falta me haces, María! Todos, todos... Tú, los niños...Carlitos, María Gloria, Andrés y Lourdes, su pequeña Luly... Todos una misma familia con Marta y Luis y sus hijos... ¿Dónde estaba Luis...? ¿Por qué no sabía de él...? Luis y sus escapadas, sus aventuras... Sí que lo había puesto en una situación muy delicada... Los divorcios no eran su especialidad, pero ¿qué podía hacer...? No sólo era el hermano de María, sino su amigo desde la niñez... ¿Qué, qué había sido de Luis...? Siempre alocado; con líos y problemas de los que él, gracias a Dios, se había librado... Sí; había hecho algunas tonterías; pequeños resabios de machismo, pero nada serio... Prqueñas escaramuzas consigo mismo de las que había escapado sin cicatrices... Claro que el latiguillo de la tentación lo azotó varias veces... Pero no; el precio era muy alto y al final ¿qué?... Otras obligaciones, otras riendas... ¿Por qué no había atajado Luis las cosas a su debido tiempo...? Hum... Claro que recordabamuy bien la llamada de Marta, su voz peligrosamente contenida: “Le dices a Luis que si él tiene un cuñado abogado, yo tengo el dinero para pagarme uno mejor...” ¿Cómo podía el error de Luis romper el lazo que los unía desde la adolescencia...? ¿Era esta Marta, dura, rencorosa y terriblemente injusta, la Marta a quien querían como a una hermana...? Cuántas, cuántas cosas... ¿Y para qué si al derrumbarse todo no importaba ya la posición ni el prestigio...? ¿Cuando lo único que importaba era largarse...?

Se aferraba aún más al retrato cuando se acercó Lourdes. Por la ventana, como un deconocido hostil, el paisaje extraño de cielo gris y árboles flacos y sombríos.
–Papá, la señora Ortiz ha venido a verte.
Las miró con expresión ausente, volviendo enseguida a la ventana, a la lluvia pesada e insistente.
–¿La recuerdas, Papá? Ella estuvo aquí cuando te enfermaste.
–Sí; pero... Ahora tengo que ir a la oficina, hija.

La voz de Lourdes apenas escondía el llanto cuando se lejó en voz muy baja.
–Está siempre así. Confundido, apenas come, nada le interesa. Como le dije; no puedo dejarlo solo en esas condiciones
Se nublaron los ojos del viejo que con temblona mano se afanaba con las gafas desplazadas. La puerta, entreabierta, le había permitido oír a la Sra. Ortiz repitiendo su bien aprendida parrafada:
Estoy dispuesta a ayudarlos aen todo lo que esté a mi alcance; pero tengo que seguir las regulaciones que el Departamento exige. Para presentar la solicitud de admisión necesito un certificado médico; luego, viene el problema económico. La ayuda del Gobierno pudiera conseguirse, pero no para el lugar que usted ha visto. Lo más importante es probar, sinlugar a dudas, las condiciones en que se encuentra su padre. Yo creo que...
–Luly, Luly... –interrumpió la angustiada voz haciéndolas regresar al dormitorio–. Hija, tienes que avisarle a María... Se le va a hacer tarde para recoger a los niños.
La Sra. Ortiz se alejó sintiéndose una intrusa. La siguió Lourdes después de tranquilizar a su padre.
–Ya ve... Como si mi madre viviera; como fuéramos niños. La llamaré en cuanto hable con mis hermanos.
Hubo un silencio largo. De esos que preceden o epilogan una decisión difícil. Un silencio que junto al ventanal pintado de grises se hacía lágrimas y angustias.

Mucho sabían de renunciamiento las manos que estrechaban el retrato. Tanto, que lo apretaron más al pecho sin descuidar la voz que rompía el silencio y ardía como sal en la herida abierta:
“Operator? NewYork City, please... Yes, 666-6917... Carlos Gómez... Yes, I´ll wait... Well, I´ll talk with his Secretary... Miss Curtiss? This is Lourdes... Sorry to bother you... Oh! He did...? Yes, I understand but, did you tell him I have called several times? Well... please tell him that it´s in reference to his father... That it´s very urgent that I talk to him as soon as possible... Thank you... Same here.”

Carlitos... con el dinamismo y la personalidad que anunciaban al profesional, al ejecutivo...

"¿María Gloria?" –martillaba la voz– "No; no he podido hablar con Carlitos... Pero ¿por qué me va a estar evadiendo? El Problema es tan suyo como mío. Mari, tienes que ayudarme... ¿Y tú crees que yo no estoy ocupada? Por favor, vamos a reunirnos y a decidir esto entre todos. Papá no puede quedarse solo... ¡Cómo que no es para tanto! Si lo vieras más a menudo... Está bien; pero no me dejes esperando otra vez...¨

La cabecita loca de María Gloria... Siempre alegre y despreocupada...

“Andrés... Acabo de hablar con Maria Gloria... ¿Qué vamos a hacer, Andy...? Lo sé, pero no puedo asumir esa responsabilidad ni tengo medios para hacerlo. Te aseguro que si los tuviera no molestaría a nadie... Si vieras cómo está... No se muefve de la ventana, no come, no duerme...¡ ¡Me lo voy a encontar muerto un día! –se quebró la voz– Sí; fui a ver el lugar. Tiene unos jardines bellísimos, habitaciones y baños privados, sala de juegos, enfermería...Solamente en un lugar así lo dejaría yo... ¡pero es carísimo! Quizás, entre todos... ¿De veras...? ¿Seguro...? Sabía que no me ibas a fallar. No sé que haría sin ti, Andy".

Luly... Su niña tierna y sonriente... Tan parecida a María... ¿Por qué le había tocado a él empañar esa sonrisa...? Y Andy... Su niñito rubio y complaciente...

–Papá; tenemos que hablar... –se acercó Lourdes quitándole suavemente el retrato–. Yo trabajo hasta muy tarde y me preocupa dejarte solo. ¿Te gustaría vivir en una casa grande con jardines y árboles... Como la nuestra, ¿recuerdas? Yo te visitaría todas las tardes, y los fines de semana te traigo para acá y nos vamos a visitar a María Gloria y a Andrés y... –se le anegaron los ojos que se empeñaban en verlo todo distorsionado y líquido.
–Sí, claro... –era la vieja mano la que acariciaba ahora, tierna y consoladora–. A María siempre le han gustado los patios y las flores.
Desde la sala les llegó el ruido ténue de puerta que se abre y cierra quietamente. Era la tía Marta y Lourdes se adelantó a recibirla sin ocultar las lágrimas.
–¿Qué pasa, Luly...?
–Acabo de hablar con papá. ¡Tenía tanto miedo de que no quisiera ir! De tener que forzarlo, tía... Pero está feliz creyendo que se va con mamá... ¿Te imaginas? ¿Cómo es posible que que se haya deteriorado tanto? No es tan viejo... Tú eres casi como él, ¿no?
–No es cuestión de años, Luly. La vejez es siempre una lección amarga, y cuando no se tienen ni fuerzas ni valor para afrontarla se aferra uno al pasado, a los recuerdos, a lo único que no pueden quitarnos.

Marta, la buena Marta... ¡Cuántos caminos andados desde aquellos felices días en las dos casas hermanas! Marta, la Marta de siempre... No aquella amargada y dura que lo había herido cuando Luis... ¿Y Luis...? Siempre de espaldas a todo... Largándose sin un adiós... Ni siquiera a sus hijos... ¿Qué había sido de Luis...?

Tenía el ceño fruncido y la mirada inquieta cuando, con gesto impaciente, se subió las gafas.
–Tú y tus espejuelos –se acercó Marta burlándose cariñosamente.
La miró el viejo con fijeza, con realidad y presente asomando en su mirda de antes. Se debilitó por un momento la entereza de la mujer al asaltarla una súbita y angustiosa duda que le hizo sentarse frente a él y tomarle una mano.
–Carlos...
–¿Sabes que nos vamos? Regresamos a casa –escapó él rehuyendo la interrogante.
–Haces muy bien. Te prometo que iré a verte cada vez que me sea posible. Hoy me trajo José Luis. Andaba con prisa, pero subirá a verte cuando venga a buscarme.
–Sí, sí... Visítanos... –y mirándola fijamente– , con los muchachos y con Luis ¿eh?
–No; con Luis, no. Ya él no está... Que Dios lo perdone... Yo estoy segura de que allí te...

Así que Luis, egoísta como siempre, se había liberado. ¡Que afrontaran otros la vejez, la soledad, la verguenza...! ¡Que de otros fuera el trago amargo de la verdad y el desengaño!

–Papá...tía Marta te está hablando.
–Te decía que allí te sentirás más acompañado –y queriendo romper aquella línea que no podía descifrar, que estaba no sabía dónde:
–No te angusties, Carlos. Somos los mismos. Ese mundo tuyo es también el mío; sólo que yo lo dejo ir y tú no quieres que se te escape. Déjame ayudarte...
Escapaba él otra vez. La mirada perdida en el paisaje ajeno, la lluvia gris, el cielo plomizo, el agua turbia corriendo calle abajo, calle abajo.



UNA NOCHE EN EL CAMINO
(De insomnios y pesadillas)

No podía dormir. La noche era endemoniada oscura y pegajosa. Ni un hilo de luz desafiando las maltrechas ventanas. Olía a polvo y a humedad.
Tenía los ojos abirtos, fijos en las manchas blancas que se hacian, flotaban y desaparecían en las sombras.
¡Qué larga noche! ¿O era ya madrugada? ¡Qué carajo importaba si el tiempo era suyo; suyo para hacer con él lo que le diera la realísima gana?
Un ruido herrumbroso y sordo atravesó las paredes estremeciéndolo todo. Luego, el pitazo largo, largo... Se encogió haciéndose un bulto entre sábanas y almohadas. Sudaba de calor, de frío, de miedo.
¡Maldito tren! ¿cómo no se había fijado al llegar? ¿Qué diablos le había hecho detenerse en aquella pocilga? ¡Maldito tren! Por olvidarlo pensó en Alicia, en sus manías, en los siquiatras... ¡Los siquiatras! Algo, algo había que encontrar... Un trauma, claro; un trauma de la niñez... Y a hurgar, revolver... ¡Que iba él a perder el tiempo con esos hijos de mala madre que habían tratornado a Alicia!
Volvían las manchas blancas y abrió bien los ojos para descubrir en ellas retazos de su propia niñez, porque ¿quién sabe?, a lo mejor tenían razón y hasta él –como decía Alicia, ¡pobre Alicia!– andaba medio deschavetado.
Escudriñó bien las manchas y no, felizmente no esta en ellas Alicia; pero sí el patio, el pequeño estante, los patos blancos, el jardín, el jardinero... El jardinero, el jardinero... Ya: Benjamín... Benjamín con su cara coloradota y sus botas enfangadas.
Abrió aún más los ojos y sí, allí estaba también el automóvil negro y alardose que lo llevaba todas las mañanas al colegio, oliendo a jabón y a violetas rusas, y lo devolvía por las tardes con los calcetines churrientos y la cara pegajosa de catarro, sopa, arenilla del patio y chocolate.
De otra mancha blanca surgió la cara negra y feliz de Quinito. En su mundo de niño rico no había caras como aquélla, y quizás por eso se había quedado allí, esperándolo en esta mancha blanca de hoy... Otra vez el ruido. ¡Maldito tren! ¿Que hora sería? ¡Al diablo con la hora y el tren...! ¿Qué se habría hecho de Quinito? Sonrió imaginándolo grandote, uniformado, serio; con una barba erizada tipo General... No; tipo Comandante: El Comandante Joaquín... Quizás ¿por qué no? Alicia no comprendió nunca su amistad con Quinito. ¿De dónde sacaste a ese negrito?, le preguntaba con desdén de niña malcriada... Alicia... ¿Qué culpa culpa tenía él de lo que había pasado...? Las pastillas, claro... Meprobamato, Librium, Valium...En eso era una experta alicia. No lo dejaba vivir vigilándolo y haciéndole tragar aquellas porquerías... Se lo dijo... Te vas a volver loca... ¿Yo...? Tú eres el que está de remate. Y más pastillas, y más siquiatras... Bueno, con locura o sin ella el matrimonio no podía durar... Pero no por su culpa... ¡Qué va, de eso no lo podían culpar! ¡El tren! ¡Otra vez el tren! ¡Maldito tren! La cama, el cuarto todo se estremeció. Se cubrió la cabeza con la almohada y cerró los ojos con fuerza entregándose al miedo.

La noche se fue haciendo gris descubriendo un gavetero cojo rematado por un espejo redondo y demasiado grande. Junto a la ventana, la silla que había llamado su atención al llegar y que sabía verde. Toda verde, desde las perillas del respaldo hasta la deteriorada paja del asiento.
¿A qué hora pasaría de nuevo el tren? Lo estremeció un miedo anticipado, morboso. Clareaba. Blanqueaban los grises y, de pronto, cantó un gallo. Se levantó de un salto encontrándose frente a su propia perplejidad.
¡Un gallo! ¿Dónde diablos estaba? Se acercó más al espejo. Tenía el pelo revuelto y lo alisó inútilmente con los dedos. Abrió la boca descolgando la quijada para palpar la barba que asomaba. El espejo le mostró el hueco que su cuerpo había dejado en la cama. Flexionó la espalda adolorida. ¡Entre tantos lugares haber caído allí, con los malditos trenes y, como si no fuera bastante, un gallo! ¡No lo aplastaba el tren! La idea le hizo sonreir infantilmente.
Se sentó en la cama para calzarse hundiéndose en ella hasta casi tocar el suelo. Había dormido con un calcetín, el otro... No pudo encontrarlo y se calzó sin darle mucha importancia. Buscó con la vista la camiseta de punto. ¿Dónde diablos...? Ah, allí, sobre la silla verde... ¡Verde! No pudo evitar pensar en Alicia, tan refinada, tan... Y se asustó de su propia risa. Movió la silla de lugar imitando la voz de Alicia: “Siéntate, querida... Como verás la silla es una joyita. Perteneció a la Marquesa de Tantalín.” Le brillaron los ojos con picardía. ¡Pobre Alicia! Le faltaba empuje, valor para enfrentarse a la realidad. A una espantosa silla verde, por ejemplo. Claro, las pastillas, los siquiatras... Hizo bien en quedarse allá, porque aquí...¡Ja...! Ya la hubieran encerrado!
Se puso los pantalones sujetándolos con una mano y apretando el cinto con la otra hasta que la tela le hizo pliegues debajo de las nalgas. Agarró la camisa, se la abotonó a la carrera y echó una última ojeada. Listo. Se largaba.
Al pasar frente al espejo vio el monograma resaltando sobre el blanco de la camisa. Titubeó un momento antes de quitársela y tirarla sobre la cama. Desde la puerta pudo ver las letra rojas, HMS, destacándose entre las revueltas sábanas. La hizo un burujón, miró a su alrededor y la tiró debajo de la cama.
¡Ahí! ¡No quería verla! Nada; nada que le recordara el pasado. Borrón y cuenta nueva. Cerró la puerta sin hacer ruido, respiró el aire frío de la temprana hora y echó un vistazo: un auto cerca del suyo, otro junto al muro, una camioneta allá, al final. Pocos clientes habían tenido aquella noche... Claro,con el maldito tren y el gallo y la silla verde y la mierdera cama...!"

Del otro lado de la carretera le llegó el olor a café y a tocino frito. Buscó en el bolsillo. Hum... Unas cuantas monedas. Calderilla, como diría su padre.
Empujó la puerta. Uno más entre camioneros y madrugadores. ¿A quién rayos le importaba si iba en camiseta, si los pantalones le quedaban grandes, si...? Con el hambre que tenía lo que importaqba era comer, pero, con lo que le quedaba en el bolsillo...
Coffee and two donuts. No, no... One donut.
Aquello no lo llevaría muy lejos. Suerte que la humeante cafetera iba de uno al otro lado del mostrador llenando las tazas que se vaciaban.
Pasaban de nuevo la cafetera y empujó su taza mirando fijamente al hombre que servía. Bebió con prisa, los ojos húmedos del calor que le corría por dentro. Empujó de nuevo la taza. El hombre lo miró con desconfianza, masculló algo sin apenas abrir la boca y le sirvió de mala gana.
¿A quién, a quién se parecía este hombre...? Ya; al que almorzaba y comía al lado de él en... No, no... ¡Al tenor! Al maldito tenor que ensayaba día y noche...
Se bebió de un tirón el café, golpeó el mostrador sorprendiendo al hombre con una mirada iracunda que, sí, lo reconocía, era para el tenor. ¡No se atragantaba el condenado con sus chillonas escalas.”

Salió acariciando los centavos que le quedaban. Tenía el estómago caliente y la cabeza despejada. ¿Por qué no pasaba ahora el tren? Le hubiera gustado sacarle la lengua, insultarlo con un dedo bien plantado y mandarlo para la mismísima mierda. Se rió sintiéndose feliz, liberado, casi niño.
Un camión mañanero paró en seco frente al cafetín trayendo los diarios de la mañana. Se detuvo a leer el más obvio de los titulares: SE FUGA PELIGROSO ENFERMO MENTAL DESPUÉS DE ASESINAR A UN EMPLEADO DEL HOSPITAL MUNICIPAL SUR.
–Pobre diablo –le comentó al que ordenaba los periódicos–, le sobraban veinte libras.
Y siguió de largo, sin prisa, ajustándose el pantalón que le sobraba por todas partes.


UN BOTE A LA DERIVA
(De gusanos y cacerías)

Nubarrones cargados y plomizos asomaban a loo lejos. Quedaban todavía dos horas de trabajo y la tierra, recién arada y suelta, se metía en los zapatos lastimando los pies.
Uno de los hombre miró hacia el horizonte secando con la manga el sudor que le bañaba la cara.
–Va a reventar un Norte.
–¿En septiembre? Eso es lluvia, compadre.
–Por lo menos ha refrescado. Oye...¡qué raro! Nunca he visto al cielo ponersetan negro así, de pronto.
–Sí... Mira, Antonio.
Pero Antonio seguía doblado, las manos metidas en la tierra caliente y roja.
–Eh, ustedes... ¡A trabajar! Aquí, para comerse la masa tienen comerse el hueso primero.
–A ese cabrón le retuerzo yo el pescuezo o dejo de llamarme Mario –farfulló el otro.
–Ese es un infeliz que dice y hace y piensa lo que le ordenan –mordía las palabra Antonio sin incorporarse–; pero tiene razón. A trabajar, que es lo que nos conviene.
Y fueron ya, por el largo resto de la tarde, tres puntos en la larga fila de espaldas encorvadas.

No les sorprendió el aullido de una ambulancia que salía del entronque que llevaba al albergue de las mujeres.
–¡Allá va otra infeliz reventada por sabe Dios qué barbaridades! –estalló Antonio sorprendiendo a los otros.
Luis, olvidando trabajo, vigilancia y cautela, siguió con la vista a la ambulancia.
–Mi tía trabaja en ese albergue las hacen recoger piedras por un terreno arado tienen que echarlas en un saco lo llenan y caminan con él todo el campo lo vacían y a empezar de nuevo...
-¡Ya! Deja eso, Luis –intentó Mario callarlo.
... recogen a mano limpia marabú recién cortado por las noches tienen que sacarse las espinas del cuerpo...
–¡Ya, chico! Ya está bueno.
... la semana pasada se desmayó una muchacha pidió permiso para tomar agua y orinar y después de caminar y caminar no pudo...
–¡Ya, coño, ya!
... el agua estaba llena de susarapos y no quiso orinar delante de los milicianos en un hueco abierto en la tierra en medio de cuatro estacas consacos que no llegaban al suelo...
–Ya, Luis –intervino Antonio calmada y persuasivamente– A trabajar que nos estan mirando. Recuerda que no hay mal que dure cien años.

Trabajaron en silencio hasta la hora de retirarse a los establos que les servían de alojamiento. Las vacas, más afortunadas, rumiaban a campo libre desde que habían hecho espacio para los gusanos: una centena de hombres pagando por su derecho a la libertad.
Aquella noche se quedó Antonio largo rato mirando la hamaca vacía, cerca de la suya. ¡Pobre Roly! Tan joven. ¿Cómo, cómo lo habían descubierto? Y otra hamaca vacía al otro extremo del establo. También ese infeliz tratando de escapar y también ametrallado junto al bote. Otros ocuparían esas hamacas, pero ya no estaría él allí. Faltaba poco. Una semana... No, todavía no era el momento de que Mario y Luis lo supieran. Esperaría hasta el último momento... Deconfiaba tanto de la pasividad de Luis como de la vehemencia de Mario. Algo más lo detenía.. Tres albergues compartidos y en los tres las ausencias, las hamacas vacías...
Se levantó bruscamente. Hosco el ceño, arisca la mirada.
–Eh, tú... ¿Adónde vas? –intentó detenerlo el miliciano de guardia.
–Afuera. A fumarme un cigarro en paz –y siguió de largo ignorando al uniformado de miedo y desconfianza.
Sí, lo tenía todo cuidadosamente planeado. Y no había sido fácil. Sabía que se jugaba la vida. Y la de Mario, el audaz dispuesto a arriesgarlo todo. Y la de Luis, con su –¿aparente?– docilidad. Y la de Gregorio. Nada hubiera podido hacer sin el viejo pescador amigo de su padre. Nada sabían los otros de Gregorio. El acuerdo fue siempre no hacer preguntas y dejarlo actuar a él, cerebro y motor por su condición de revolucionario que ni se compraba con prebendas ni se amenazaba con paredones. Sí, decididamente, si estaba dispuesto a todo era porque ya todo le importaba poco.

La noche era húmeda y caliente. Los más dormían; otros conversaban o, como él, se aislaban con sus recuerdos, sus dudas, sus miedos. Se acercó Luis rompiendo sus cavilaciones.
–¿Qué pasa, Antonio? –Nada. Se sentó Luis desatando en la oscuridad el nudo que lo oprimía: –Mañana cumple mi hijita cuatro años. No va a conocerme cuando me vea..., si me ve. Hace dos meses que no recibo carta ni...
–Oye, no nos hablabas tanto de tu familia cuando estábamos en Jaruco –lo miraba Antonio fijamente– ¿por qué ahora tanta...?
–Sí –lo interrumpió Luis–, ya sé que los canso, pero es que últimamente tengo como un presentimiento... Vaya, ¡que tengo miedo, Antonio!
Pero Antonio se alejó evadiendo intimidades. Quería estar solo. Necesitaba estar solo. Pensar, ordenar sus ideas y, sobre todo, escarbar en aquella desconfianza que le crecía por dentro.

El viernes se les hizo largo. Mucho más largo que el resto de los días de la larga semana. Trabajaban sin mirarse, sin hablar. Luis, preocupado, miró a Antonio.
–¿Pasa algo? Todo igual, ¿no?
–Oye, ¿que cansas con tus preguntas! No sé como Antonio te aguanta –lo paró Mario.
Terminado el trabajo, y como todos los viernes, comenzó la desbandada. Al cercano pueblo, a los desvencijados ómnibus o camiones, a cualquier lugar donde pudieran olvidar su encierro.
Se adelantaba Antonio sabiendo que Luis y Mario tratar'ian de darle alcance.
–¡Qué diablos le pasa a éste? –estalló Mario deteniéndose.
–Espero que no se haya rajado –le clavó la vista Luis– ¿Te ha dicho algo? ¿Qué esperamos? ¿Por qué no acabamos de largarnos?
–¡Y dale con tus preguntas! ¡Qué sé yo! –encendió Mario un cigarro nerviosamente.

El lunes los devolvió al campo. El tiempo, seco y caliente, castigaba las desnudas espaldas. Se alargaba la semana y el jueves, casi terminadas las duras horas de trebajo, anunció Antonio en voz apenas audible.
–Nos vamos el sábado, de madrugada.
Sorprendidos, se irguieron dejando el trabajo, pero a un gesto de Antonio volvieron a doblarse sobre la tierra.
>–¿Como habíamos acordado? ¿A la misma hora...? –apenas sin voz se inquietó visiblemente Mario.
–A las cinco.
–Pero...¿de dónde? Digo, ¿cómo...? Yo... –atropellaba Luis ideas y palabras.
–Qué, ¿tienes miedo?
La misma dualidad en Luis; la misma insinuación en la voz y la mirada de Mario. Penetrantes e indescifrables los ojos de Antonio que pareccían atravesarlos.

El viernes amaneció lluvioso. Se pegaba a los zapatos y las manos la tierra fangosa, haciendo más sucia y difícil la tarea. Terminado el almuerzo –harina de maíz, pan y agua– se rezagó Antonio para acercarse a uno de los hombres, viejo amigo de su familia. Enseguida se les unió el hijo en su afán de ayudar y proteger al padre.
–Necesito que me ayuden –caminaba con ellos Antonio hablando tan bajo y rápido que se hacía difícil entenderlo– Esta tarde cuando entremos quiero que retengan a Luis –y dirigiéndose al muchacho– puedes acusarlo de empujar a tu padre o lo que se te ocurra. La cuestión es armar un escándalo para que no salga.
–A nosotros no nos metas en líos. ¡No te dejes enredar, papá!
–Antonio sabe lo que se trae entre manos –lo tranquilizó el padre, y sin mirar a Antonio– Vete tranquilo que Luis no sale... Cuídate y buena suerte.
Le agradeció Antonio con un geto y apresuró el paso sabiendo que los otros se inquietaban.

Al final de la jornada, la más lenta y angustiosa que recordaba, se las arregló para susurrarle a Mario:
–Temos que hablar. Sal lo antes posible –y se perdió entre los hombres que en su prisa por irse a casa, al pueblo o a cualquier parte, echaban a un lado zapatos y ropas llenos de fango.
Antonio, sin perder vista a Mario, lo siguió sin demostrar querer alcanzarlo, y al acercársele:
–A las cuatro. Una hora antes –susurró sin mirarlo.
–¿Por qué?
–Viene alguien más.
–Pero eso no era lo...
Se acercaba uno de los destartalados camiones y lo abordó Antonio deteniendo con la mano a Mario que intentaba seguirlo.

Apenas se veía más allá de uno mismo, pero estaba consciente del olor a mar, del sisear de los pinos cercanos, del zigzagueo del mar lamiendo aquel recodo de playa, de la sal arañándole las manos y, sobre todo, de aquel gusto amargo secándole la boca.
Sintió la llegada de Mario antes de oírlo o verlo.
–Aquí –descubrió su presencia y la del bote, en el agua, sujeto a una estaca.
–¿Y Luis...?
–Si no viene en cinco minutos, nos vamos.
–¿Y el otro...? –tembló algo la voz contenida de Mario.
Con un gesto le señaló Antonio el bote. Se acercaron fijando Mario la mirada en el bulto cubierto por una lona.
–No entiendo...
–Vamos, entra.
–No me gusta esto... Me rajo... No voy, Antonio.
Intentó dar un paso atrás, pero de un golpe bien aprendido lo hizo caer Antonio al fondo del bote.
Cuando abrió los ojos ya Antonio se alejaba. Lo miró Mario espantado, temblando violentamente.
–Conque me rajo, ¿eh? –remaba Antonio sin quitarle la mirada de encima– Esta vez no, Mario. Se acabó tu jueguito...
–¡Vuelve! Tú no sabes...
–Claro que sé que nos esperan afuera.
Y el contraste de la áspera voz y del susurro de los remos acariciando el agua.
–¡Vuelve! ¡Nos van a matar! –sollozó implorante.
Una luz brillante iluminó el bote. Agitaba Mario los brazos identificándose a gritos. Una ráfaga lo tiró sobre la banda tiñéndola de rojo.
–Se acabó... Mario...Esta es... tu última... playa... se ... acabaron... tus cace...rías...
La luz se hizo más intensa y el silencio más negro para romperse en voz:
–Dos gusanos menos. ¡Vámonos!


EL PESCADOR DE ESTRELLAS
(De las vueltas que da la vida)

Era pequeño para su edad. Flacucho. Los ojos grandes. Demasiado grandes en la carita afilada. Siempre absorto, distante, como perdido en una realidad que le era extraña.
Entre todos aquellos niños robustos y vivaces, era él, para mí, una preocupación y a la vez una atracción inexplicable. El padre, tan trabajador como sencillo, lo veía como a cualquiera de los otros; la madre, mi amiga de siempre, tenia las manos demasiado llenas con aquel racimo de vida pujante y exigente para detenerse en mis comentarios de sicóloga recién graduada.

Aquella tarde, como tantas otras, me fui a visitarlos. Los niños me recibieron con la algarabía de siempre:"¿Qué me trajiste...?, Oye, el gatico negro se murió... Porque no comía... Porque era muy feo... ¿Qué traes aqui..."? Hablaban todos arrebatándome el bolso.
–Pero, ¿qué es eso? ¡Dejen a Carmen en paz! –intervino la madre sin lograr contener la costumbre de rodearme, ávidos de afecto y de conversación. Los escuchaba a medias, fija mi atención en la figura solitaria junto a la ventana; el único que había devuelto mi beso distraídamente.

Se acercaba la hora de la cena. La colmena, aquietada, parecía anunciar una velada apacible que no se dio ante las consabidas quejas de mi amiga. Me dispuse a escuchar pacientemente la retahila de siempre: que si los maridos eran todos unos frescos, que si no sabía por qué se había casado, que si los niños la estaban volviendo loca, que si se lo merecía, que si únicamente una estúpida permitía que le hicieran cinco hijos... Hasta que se cansó de oírse y la emprendió con los niños. Uno a uno esquivaron la tormenta prestos a obedecer y, sobre todo, a perderse de vista. Menos él, absorto junto a la ventana, la mirada en el cielo anochecido. –¡Armandito! ¿No oíste lo que dije? –se le acercó descompuesta, y apartándolo de un tirón comenzó a sacudirlo violentamente por los hombros. –Espera, déjalo... –quise protegerlo, pero sin oírme, descontrolada, lo dejó ir amenazándolo a gritos: –¡Te vas a tu cuarto y no se te ocurra salir!
El niño, asustado e indefenso, me miró antes de irse y todavía recuerdo la humedad y el desamparo de su mirada. –Adela, yo creo... –Sí. Ya sé –me interrumpió como tantas otras veces– . Armandito es muy sensible... Armandito es distinto...¡No, hija! Lo que él quiere es hacer lo que le dé su real gana y me está echando a perder a los otros. ¡No me vengas con tu sicología de porra! Si tuvieras que lidiar con cinco muchachos tuyos –recalcó el tuyos– no sería tan malcriadora.
El disgusto le hacía la voz temblona y estridente, provocando que el más pequeño de los niños comenzara a llorar. Lo tomé en brazos y comencé a cantarle cosas inventadas que siempre le hacían reír. Pasada la tormeta volvieron los otros; cantamos todos y, como me proponía, logré hacerlos sonreír.

Antes de marcharme quise despedirme de Armandito, el único que no se nos había unido. Lo encontré en su habitación, muy quieto, junto a la ventana.
–Hola... –no esperé respuesta y me senté a su lado-. ¡Qué lindo está el cielo! Me gustan las noches como éstas –lo sabía lejos, pero insistí decidida a sacarlo de su aislamiento–. ¿Qué haces aquí, solito?
–Busco estrellas.
–Ah... Hoy te será muy fácil porque hay muchísimas. ¿Las conoces? Porque algunas tienen nombre...
–Yo les pongo nombres.
–¿Cómo se llama aquélla? Allí –le señalé-, la que más brilla. –Azulina.
–¡Qué lindo nombre! ¿Y las otras? ¿Tienen nombres las otras? –pero ya no me atendía, o no quería hacerlo
Aunque nunca lo dije, lo cierto es que Armandito era mi preferido. No quise marcharme dejándolo perdido entre su mundo y las cuatro paredes del forzado encierro y me atreví a hacerlo desobedecer en mi afán por devolverlo al calor de los suyos.
–Voy a despedirme. Ven.. –y le tendí mi mano.
Se levantó distraídamente, pero enseguida sentí el tirón de la mano que se liberaba. –¿No vienes? ¿Por qué? –lo forcé a responderme
–Estoy buscando estrellas.
–Puedes buscarlas desde la ventana de la sala. Anda, ven...
Me miró con una mirada fija que agrandaba aún más sus ojos. Una mirada adulta
–Es que... Mi mamá me dijo, “si quieres buscar estrellas ve a tu cuarto a buscarlas”.
–¿Te dijo eso? ¿Estás seguro, Armandito?
–Sí... ¿Verdad que me lo dijo? –y era otra vez niña su mirada.
No sé por qué sentí unas ganas inmensas de llorar y lo abracé estrechamente.
No lo vi más. Aquélla, que creí una visita como otras, resultó ser una despedida. Los hechos se sucedieron, como las horas, atropelladamente. Unas vacaciones mías, un viaje al extranjero, un matrimonio inesperado, y un cambio de gobierno que nos puso en bandos opuestos.

Me pregunté muchas veces qué habría sido de mi amiga, de mis queridos niños y, sobre todo, de mi pequeño pescador de estrellas.
El tiempo los puso luego en un rincón del recuerdo y de él salían ahora, de golpe, ante los grandes titulares: “Llega a Madrid el Dr. Armando Núñez Real... Ciclo de conferencias en Madrid, Barcelona...”
Acerqué el periódico a mis ojos cansados, ¿Era este hombre alto, robusto y de sienes encanecidas, mi pequeño Armandito?
Busqué los ojos, perdidos tras pesados lentos; busqué una mirada, un gesto, una sonrisa. Algo que me devolviera a mi pescador de estrellas. Todo en este hombre me era extraño y, sin embargo, sabía que allí, perdida en el tiempo, había estado yo amparando su mundo y sus sueños.

Mi hija llegó justamente cuando me disponía a salir. Me miró entre incrédula y alarmada.
–¿Adónde vas? No puedes salir sola, mamá...
–Al Ateneo. A oír y a ver al Dr. Núñez Real.
–Pero... ¿Por qué no me dijiste...? ¡Qué disparate! Tú nunca has...
Se detuvo un taxi frente al piso. Tomé mi bolso y me despedí con un gesto. La vi asomarse al ventanal cuando el coche se alejaba.
Los años abren caminos y tenía yo bastantes para facilitarme caballerosa escolta hasta una butaca bien situada. Recogí muy dentro de mí cuanto se decía del Dr. Armando Núñez Real: su personalidad, su sencillez, sus logros, conocimientos, triunfos, honores. “Ya, ya sé... Armandito es distinto...” me pareció escuchar la voz irónica de mi amiga.
Un aplauso cerrado me volvió a la realidad. La presentación había terminado y allí, ante mí, estaba el escritor, el profesor universitario, el candidato al Premio Nobel; pero no mi pescador de estrellas.
Le oí hablar sin lograr escucharlo. Así como años antes me había empeñado en conocerlo, me empeñaba ahora en encontrarlo y, no; no era éste el niño que yo buscaba...
–Mamá... –la sala estaba casi vacía y mi hijo, avisado con urgencia, me ayudaba a incorporarme.
–¡Cómo se te ha ocurrido...! –me susurraba entre regañón y divertido.
–Rodolfo... –me detuve de pronto–, yo necesito hablar con el Dr. Núñez Real... Anda, hijo...Lo conocí mucho de niño... Luego te cuento...
–¿Verlo? ¿Ahora? Eso es muy difícil, mamá.
–Por favor, hijo.
Lo vi alejarse y hablar con unos y otros, saludando aquí y allá.
–Ven –me dijo a los pocos minutos abriéndose paso entre los que trataban de acercarse al conferenciante.

El Dr. Núñez Real me esperaba... No; me esperaba Armandito, porque aquel hombre grandote se había quitado las gafas y en su mirada vi asomar a mi pescador de estrellas.
Se inclinó a besarme, nublados los ojos de recuerdos.
–Pero ¿te acuerdas de mí, Armandito?
Me llevó a un rincón apartado y mirándome largamente, en un casi monólogo.
–Siempre estuve tan solo... Cuando te fuiste, nadie más se acercó a mí.
–A ti sí, Armandito; pero no a tu mundo. Me hace feliz saber que has encontrado tus estrellas.
–No; no todas –me sonrió con una sonrisa que no le conocía–. No hubo otra Carmen para ayudarme a buscar la mejor de mis estrellas. Dime, ¿cómo entraste tú en mi mundo? ¿Cómo puedo yo entrar en un mundo que no entiendo? Mi hija, Carmen... ¡Está tan lejos! ¿Cómo, cómo la alcanzo? Mis estrellas eran puntos de luz; siempre tan altas que tenía yo que empinarme para alcanzarlas. Las suyas se han revuelto en el polvo... –y dejó correr la confidencia.
Tomé sus manos, súbitamente niñas:
–Búsca a tu hija; ayúdala a sacar sus estrellas del polvo. Son tus mismas estrellas, hijo. Ayúdala a encontrarlas.
Pasos y voces nos volvieron a la realidad. Se acercaban a saludar al eminente Dr. Núñez Real. Me abrazó estrechamente, humedecida la mirada.
Me empiné para besarlo, y me despedí de mi pequeño pescador de estrellas.


SUPERSTICIÓN
(De gatos y martes 13)

Se subió a la madrugada como se sube a un tejado. Blanqueaban las copas de los árboles y el asfalto de las calles aparecía aquí y allá como grises en fuga. Parpadeaban las luces en procesión cansina. Bostezaban las sombras. Se estremeció el silencio con el ronquido de un camión mañanero y brillaron junto a las puertas los brochazos blancos de los litros de leche.
Encorvó el lomo y se estiró lamiéndose el hocico. Se estaba bien allí, subido a la madrugada; pero era el momento de deslizarse entre las botellas y quizás... Se lamió de nuevo el hocico.
Fue como un estallido. La leche, como de ubre colmada, corría de uno a otro escalón.
–¡Maldito gato!-chilló la mujer.
El hocico, blanco y pegajoso, se negaba a renunciar al festín. Dio al fin un salto, pero el golpe lo alcanzó hundiéndosele en el costillar. La mujer volvía a la carga. Era cuadrada, robusta. Pudo ver sus piernas rechonchas y los zapatos burdos, pesados, amenazantes. Se lamió rápidamente el costado sin lograr moverse. Indefenso, le enseñó los agudos dientes y el lomo erizado.
–¡Ah, pero también vas a amenazarme!- Los ojos de la mujer eran saltones y rojizos. Uno de ellos visiblemente desviado.
La miró fijamente, con esa intensidad felina que se hace verde, amarilla, transparente, y encorvándose levantó los ojos mirando hacia arriba. ¡Se estaba bien subido a la madrugada!
La mujer, asustada, volteó la cabeza siguiendo su mirada. Fue entonces cuando la estremeció el aullido salvaje y la sombra negra que se perdió en el aire como flecha disparada a la luna.
-¡El gato...El gato se ha subido a la luna! ¡Dios me ampare! –se persignó una y otra vez corriendo hacia la casa. Resbaló al alcanzar los escalones húmedos de leche. El dolor de la pierna, apresada entre el canto rígido y el pesado cuerpo la hizo estremecer de náusea y frío. Buscó con la vista al gato, a la luna.
–¡Maldito gato negro!

Desde el tejado, lamiéndose el costado, la miraba fijamente.

¿Por qué no había saltado antes?
El hambre, la tentación de quel charco de leche...
Cómo iba a saber que la mujer era bizca?

El olor a pescado fresco le hizo acercarse temerariamente. La puerta de la cocina estaba abierta, y arqueando el lomo se deslizó mimoso apretujándose a las paredes. Renqueaba de la pata izquierda, pero sabría prescindir de ella si el peligro lo acosaba. Se hizo un ovillo entre un saco de papas y una silla vieja. Los ojos, como dardos verdes fijos en el fregadero lleno de pescado recién escamado.

Si se fueran los hombres...

–Dicen que viene hoy a inaugurar las obras.
–Yo, ni sé, ni quiero saber nada.
–¿Qué te traes? Si lo digo es porque lo sabe hasta el gato.

Pero ¿lo habían visto?
Mejor se hacía el dormido...

El cuartel era un hervidero. Con más o menos disimulo comentaban los soldados la visita del día, y en la cocina de hablaba ya sin tapujos. –Si yo fuera él no salía hoy de mi casa. Como están las cosas...
–No te proocupes que ya tendrán buen cuidado de ponerle una guardia de madre.
–Ni con eso. Yo, de aquí no me muevo, y menos siendo martes 13.

Martes 13... Martes 13...
Ya no le atraía el pescado. Podía saltar y...
pero ¿y si le arreaban otra patada?

Se lamió el costado y la pata renqueante. Los dos hombres lo miraron sorprendidos.

–¿Por dónde rayos entró ese gato?
–Martes 13 y un gato negro... ¡Pa´su escopeta! Aquí me quedo aunque suelte los dedos pelando papas y escamando pescado.

La agitación era visible. Los hombres se agupaban cuchicheando de política, gobernantes, lo de antes, lo de ahora... Las voces de las mujeres se hacían chillonas con la exaltación:

–Ven, ven; que por aquí van a pasar
–Tú que sabes...
–Pues quédate alla, mi´ja. Tú te lo pierdes, porque yo sé de buena tinta que por aquí pasan.

La gente se iba aglomerando a lo largo de la calle principal. Una multitud de triángulos multicolores abanicaba el aire. Avanzaba la tarde. La brisa sacudía las cuerdas haciendo chasquear los papelitos triangulares. El ruido fue creciendo en un extremo de la calle y la ola de voces corrió hasta hacerse una histeria colectiva.
El gentío y el calor parecían achicar aún más el portal, pero era un refugio y se escurrió inadvertido hasta ovillarse detrás de una maceta arrinconada.
La avanzada de hombres se abría paso con gestos bruscos. Inquietas y vigilantes las miradas. El miedo disfrazado. Detrás, un automóvil. Más hombres, más miedo. Luego, el Jeep con el líder de turno. Y más hombres, y más miedo. Y el pueblo fanatizado.

Allí estaba, al fin, como los otros: los de ayer y de hoy y de siempre. Erguido, impresionantes, la mirada estrecha, la mano en alto saludando uno y otro lado.
Una chiquillería uniformada repetía a gritos su lección. Se acercaba la apratosa comitiva abriéndose paso dificultosamente. Reventaqba ahora el portal asaltado súbitamente. Cayo al suelo la maceta haciendo dibujos de barro y tierra. Corrió asustado, enloquecido, la pata izquierda en alto.

Si pudiera alcanzar la acera... Un salto más...
No era de gatos eso de creer en martes 13...

Le llegó, agigantado, el ruido sordo de las ruedas. Zigzagueó el jeep ligeramente. La mirada del hombre se hizo más estrecha. Saludo y sonrisa se perdieron en ella.
Los más cercanos miraron con asco la sangre que les manchaba las ropas. Los de atrás rompían filas tratando de esquivar al amasijo rojo y negro. Se acercaban la gentes cerrando el círculo.
Una arruga se cruzó en el entrecejo del líder. Se dejó oír pidiendo con voz nerviosa que abrieran paso, que se hacía tarde, que había que inaugurar las obras...
Fue entonces cuando cayó bruscamente apretándose el pecho con las manos. La mirada se abrió un momento, aterrada. Balbuceó algo que escapó en un hilo de sangre. Señaló algo. No sabían qué.

Allí estaba, en el umbral de la muerte, haciéndole compañía.


LA SONRISA
(De la fuerza de la costumbre)

Regresaba, invariablemente, a la seis. La hora en que el pueblo, cansado de sol y moscas, se echaba a los pies del campanario a descansar su monotonía.

A las ocho en punto se cenaba, hambre o no hambre -eso era cosa de ellos. A las diez a la cama, y ya podían los desvelados desaparecer o morirse -eso era también cosa de ellos- siempre que lo hicieran sin ruido. Al otro día y al otro -y siempre- desayuno a las siete, y a trabajar. A las doce, almuerzo; siesta hasta las dos, y a trabajar de nuevo.
No me era simpático. Pensándolo bien, creo que me era irritantemente antipático. Me monrtificaban sus manías, el metal de su voz y, sobre todo, su manera de sonreir sin gracia, como para demostrar que sabía, y de ponerse serio al instante para confirmar su pesadez.

Mas de una vez le oí decir con admiración y...¿afecto? No, quizás orgullo, que no había mujer como la suya. Habilidosa, trabajadora, decente... Confieso que sentía una gran curiosidad por saber quién podía despertar algo -lo que fuera- en un hombre tan exéntrico.
La mujer, mansa, gorda y sin tiempo para ver caer los minutos, las horas, la vida, sonreía siempre. Nunca supe por qué. Pienso hoy que también tenía ella su, digamos, programación diaria: cocinar, sonrisa; fregar, sonrisa; zurcir, sonrisa... Me pregunto si también...
No se cansaba él de repetir que el trabajo es lo único que salva al hombre, y sin duda alguna la mantuvo a ella viva, o al menos en movimiento porque por más que me empeño sólo la recuerdo barriendo, baldeando las losas rojas del piso, cocinando, planchando, fregando, sirviendo calladamente la mesa...

Al pueblo puedo describirlo sin omitir detalle. El campanario, por alto y recién pintado, era orgullo de todos. Dicen que años atrás repicaban las campanas a las horas y a las medias; pero el sacristán fue envejeciendo, el asma y los dolores de cabeza no repetaban ni la fe ni el descanso del Padre Antonio y los del Hotel Central –y vaya si contaba el hotel que era lo único que les proporcionaba caras nuevas y billetes huidizos– protestaban del ruido. Un día, y desde entonces, repicaron a las doce. Sólo a las doce: del día y de la noche. Exactamente cuando se sentaba él a la mesa, sin decir palabra, seguro de ver llegar las fuentes y la sonrisa. Exactamente cuando, después del primer sueño, bebía un vaso de agua, iba al baño confiado en haberle impuesto al líquido un vertiginoso recorrido, y se tumbaba de nuevo.

En agosto el sol era más sofocante y las moscas más insistentes. Aquél, en particular, despiadadamente caluroso; de esos que acogotan a los hipertensos. De esos a los que no basta el día para tener hasta a los mediovivos, sudorosos, malhumorados e impacientes. Comenzaron las campanadas: una, dos, tres..., doce. Se acercó con las fuentes y la sonrisa; pero, para su sorpresa, un grupo de vecinos entraba a voces y trompicones. Lo primero que vio fue la cara amoratada y los brazos extrañamente largos e indefensos.

"Cayó redondo... Usted dirá que hacemos con él".
La miraban todos esperando que dijera algo. Y ella inmóvil, con las fuentes y la sonrisa; pero no la de siempre, que ésta, ahora y por un relámpago de tiempo, le asomaba en los ojos.

-¿Qué te pasa? Deja esas fuentes y siéntate que ya dieron las doce.

Volvió ella a la realidad, suspiró hondo, dejó las fuentes y se sentó. Mansa, gorda y perdida por primera vez y para siempre la sonrisa


EL ISLEÑO
(De los hombres y el sexto sentido)

Oscurecía. Se levantó a encender la única bombilla que iluminaba el cuartucho. Tiró la soga varias veces hasta dejarla sujeta a la viga central. Acercó una silla y se subió a ella; bajó con la lentitud de sus ochenta; movió la silla cuidadosamente; subió de nuevo y miró hacia la oscuridad de afuera como se mira al horizonte. Con el trajín golpeó la bombilla que comenzó a oscilar dibujando luces y sombras en la pared.

La más pequeña de las niñas lloraba en la cuna. La otra se abrazaba a sus rodillas. Apretó lños labios fijando la mirada en las dos figuras dobladas sobre la tierra. Manuela detrás del arado y Ramonín, tan pequeño y hundido ya en el surco. Acarició la cabeza de la niña que seguía apretada a sus piernas. No; sus hijas, no. Las sacaría de allí. El tío Anselmo había dicho que allá las mujeres parían y atendían la prole y la casa, pero que el campo lo trabajaban los hombres. Se quedó un rato mirando la tabla que congaba encima del último escalón de la entrada: La América.Recordaba la visita del tío, sdus relatos, el dinero regado entre los parientes, el remozamiento de la casa ya a punto de desplomarse. Era entonces la casa del abuelo; luego de su padre, y ahora suya.
Suya y de Manuela, Ramonín y las niñas. Recordaba también que día antes de marcharse el tío, el abuelo lo había abrazado llorando: “Vamos a colgar ahí, a la entrada, una tabla con tu nombre”, y el tío, entre rudo y lloroso, “Mejor que diga La América porque todo lo que tengo se lo debo a ella”.
Lloraba ahora más fuerte la pequeña, y aunque la distancia le impedía oírla regresaba Manuela dejando a Ramonín afanarse con los bueyes. Lo miró ella alarmada. –¿Pe qué te levantaste, Ramón? Así no se te van las fiebres. Vamos, vete a la cama que yo alimento a la niña y vuelvo con Ramonín.
–No; al campo no vuelves. Nos vamos, Manuela. Lo vendo todo y nos vamos a América. Tío Anselmo puede darnos una mano al principio; luego, yo me las arreglo. Les llegó la voz de Ramonín que imitaba los gestos y voces de su padre, volvió la mirada hacia la tierra endurecida al sol y apretó los labios cuadrándosele la cara en determinación isleña.
–No me importa que mis hijos trabajen, como he trabaja'o yo; pero tú y las niñas, no. ¡A mis hijas no me las pone ningún cabrón a trabajar la tierra!

Claro que había que tener valor, empuje, agallas –como tío Anselmo-, pero él los tenía ¡qué caray! Y no fue fácil, no. El barco maloliente. El grupo de corajudos emigrantes, la dura travesía. Sí; una lucha a brazo partido. Primero con y para el tío, luego... Bueno, había sido un largo bregar hasta hacerse dueño de su primera tierra, Los Isleños, hasta dejar de ser el sobrino de Don Anselmo para ser Don Ramón. Y su tabaco el mejor de Vuelta Abajo. Sí; en Los Isleños había nacido Miguel y se habían casado las niñas, pero era tiempo de achantarse un poco, de pensar en el futuro de los hijos... Y le dio vueltas y vueltas a sus planes saliendo una y otra vez a caballo, midiendo a su manera, anotando, haciendo y deshaciendo cálculos: "desde el portreo hasta el linde con La Línea, para Ramonín. De allí hasta San Roque, para Miguel. Todo lo que quedaba detrás, hasta la carretera, dividido entre Carmen y Lucía. Él y Manuela en Los Isleños hasta que Dios quisiera... Pero Ramírez –y sabía de todo el médico– decía que había que testar, notarizar, legalizar... Embrollar, ¡carajo! Embrollar las cosas. Como si no pudiera él, con varios de sus hombres, tirar una cerca aquí y otra allá y darle un papel firmado a cada uno de sus hijos, ¡que vaya si respetarían ellos sus decisiones...! Pero insistía Ramírez con su “las cosas claras y con la ley, Don Ramón, que hay mucha gente mala”, y decidió ir al Notario y, de paso, a la bodega de Marcelino para la compra del mes.

–Buenos días, Don Ramón. Ya sabía yo que estaba usted al caer. Pase, pase a la trastienda que atiendo un asunto y enseguida lo atiendo. A ver, hija, que cuelen café pa´ Don Ramón.
Abrió Don Ramón la puerta que separaba la bodega de la vivienda, dio unos pasos y se quedó inmóvil; los labios apretados y la expresión todavía firme del isleño joven de La América.
–Entre, Don Ramón... –lo miraba con divertida curiosidad la mujer que también esperaba–, aunque le advierto que aquí hay un calor de mil diablos.
Tenía la mujer la piel cobriza, los ojos brillantes, el pelo liso y negro, los dientes asombrosamente parejos, la blusa semiabierta, y unos pechos redondos y maduros que amenazaban escapar al primer descuido.
–Siéntese –le señaló ella un taburete– Usted no me conoce, pero yo a usted, sí. Fui a Los Isleños muchas veces con mi padre. Al desmoche, a la recogida, a torcer tabaco... Hasta me enamoré de uno de sus hijos que estaba... ¡pa´qué contarle! Pero siéntese de una vez, Don Ramón.
Y seguía él de pie, sin quitarle la mirada de encima. Ojos, labios, pechos, pechos, pechos... Un cosquilleo que creía olvidado atormentándolo por fuera y por dentro.
–Vamos, acomódese de una vez y ábrase esa guayabera porque está muy colora'o y le puede dar un sofoco. Mire, si el problema es que no me conoce, pues me presento y ya... Me llamo Isabel pero me dicen La India.

¡La India! ¡Y no la partía un rayo! Tanta barbaridad que había oído él de la mujer y tanto que había temido por sus muchachos con semejante ficha por los alrededores.

–Oiga, ¿qué se trae Marcelino? ¿Hasta cuándo nos va a tener esperando? Con el calorcito que hay aquí... –y desabochonándose más la blusa–; pero, por Dios, ábrase la guayabera.. –y lo hizo ella.
– Así, ¿ve? –y adivinando su azoro le dio un beso en la frente.
–¡Usted es una desvergonzada!
–¿Por qué? A ver, ¿porque me abro la blusa o porque le di un beso? –se rió a toda risa.
–En la frente, hijo, en la frente. Usted es muy anticuado, Don Ramón... Y no debía serlo porque ¿sabe una cosa? Está un poco pasadito, pero todavía de “buen ver”, como dicen las viejas.
Bufaba él más que respiraba, convencido de que la risa y la voz de La India atravesaban la bodega enterando a todo el pueblo.

Y así había comenzado todo. Si Ramírez no le hubiera dado la lata con lo del Notario; si no hubiera ido al pueblo ese día; si Marcelino lo lo hubiera invitado a entrar; si el mismísimo diablo no... Pero fue y regresó a Los Isleños con todo lo que necesitaba... Bueno; casi todo porque olvidó la visita al Notario.

De Ramírez hacía mucho tiempo que no sabía nada. Ni de Manuela. Ni de sus hijos. Hasta que se le plantó delante uno de los hijos de La India, quizá también suyo, y con el desparpajo de sus catorce años:
–Oiga, dice mi mamá que le mande veinte pesos.
–Que venga a buscarlos.
–No va a venir. ¿Cuántas veces se lo va a decir?
–Dile que estoy muy enfermo y...
–¡Qué va a estar enfermo! Usted lo que está es decrépito.
–Dile que si viene le doy todo lo que me queda.
Esperó. La vista fija en la puerta hasta que vio regresar al muchacho con un:
–Dice que se vaya a la mierda.
Sacó los últimos billetes y mirándolos sin ver les dio candela, uno a uno, hasta que desapareció el último chamuscándole los dedos. Apretó los labios cuadrándosele la cara. ¡Carajo! Ya verían si los tenía o no el Isleño de La América.

Oscurecía. Se levantó a encender la última bombilla que iluminaba el cuartucho. Tiró la soga varias veces hasta dejarla sujeta a la viga central. Acercó una silla...


MANUEL
(De los pueblos aburridos)

Llevaba prisa, pero se negaba el caballo a cambiar su acostumbrado paso y decidió Manuel entretener su ansiedad disfrutando el regalo maravilloso de la naturaleza.
Respiró a pulmón lleno consciente de la belleza circundante, sin imaginar siquiera cuánto hubiera sorprendido esto al Padre Ramón, el cura del pueblo, que creía a pie juntillas que nunca, en su ir y venir de tantos años, se había detenido Manuel a observar el movimiento de las hojas, el verdor del campo, el canto de los pájaros, el juego de luces y colores. En fin, que Manuel no iba más allá de su bregar diario. Un hombre sencillo sin recovecos ni complicaciones. Un hombre sin preguntas.
Al principio, al verlo por primera vez sin saber cómo ni cuándo había llegado, trató el cura de acercársele entre amistoso e indagador, pero poco supo de él porque las respuestas de Manuel no iban más allá de “sí”, “no”, “quién sabe”, "quizás", "no sé...”, y lo aceptó tal y como era.

A la entrada del pueblo se encontró Manuel con Muñiz, el boticario, y se desmontó para caminar con él hasta la farmacia.
–¿Y qué, Manuel? ¿Qué haces por acá a estas horas?
–Tengo a Juani con fiebre y vengo por las pastillas. Las que me ha dado otras veces.
–¿Le duele algo? ¿La barriga, la garganta...?
–No. Pero ayer se metió en el río.
–Seguramente se ha resfriado. Te voy a dar algo mejor que esas pastillas, pero si no mejora me lo traes y se lo llevamos a Morales, el médico nuevo. Es muy joven y, la verdad... Es una pena que se nos haya muerto Ponce... Tenía una experiencia que ya quisiera este novatico que nos ha llegado. Y menos mal que vino alguien porque ¿quién rayos va a querer enterrarse aquí? ¡Esto es el culo el mundo! –y ya frente a la farmacia:
– No te preocupes de amarrar al caballo. Entro y te traigo esa medicina nueva que... No me pongas esa cara... Si te digo que es buena, es buena; así que no empieces a mirarla y remirarla. Ahora vuelvo.

A Manuel no se le había visto nunca ni apurado ni molesto. Era tan calmudo como silencioso, y no atreviéndose los chiquillos del pueblo a endilgarle un mote, se lo dieron a su caballo: Paso Bobo.
Por eso se sorprendió Muñiz al verlo montar y alejarse con un rápido gesto de despedida. Lo cierto era que a Manuel le preocupaba Juani y que tenía por delante un buen rato de marcha.
Al doblar la esquina de la iglesia se topó con el Padre Ramón, y aunque intentó seguir de largo no tuvo más remedio que detenerse.
–Manuel... Me extrañó no verlo esta mañanita... Qué, ¿se le rompió el carretón o le está dando unas vacaciones a Paso Bobo?
–No pude, Padre.
–No olvide mi encargo, ¿eh?
–Mañana se lo traigo.
Fue entonces cuando advirtió Manuel que estaba el cura exactamente donde había encontrado él a Juani: junto al muro, encogido, descalzo, sin camisa y con la espalda llena de pústulas mugrientas.
Se había acercado él muy despacio, y poniéndose en cuclillas comenzó a hablarle en voz muy baja sin desviar la mirada de la llagada espalda.

Aterrorizado, había cerrado los ojos el niño, tapándose los oídos y escondiendo la cabeza entre las rodillas.
–Padre, acérquese –llamó Manuel al ver al Padre Ramón salir de la iglesia.
–¡Válgame Dios! ¿Quién es, Manuel?
Al oír el niño otra voz, saltó como un muelle apretándose al cuello de Manuel.
–¡Cuidado, Manuel! ¡Ese chico tiene varicelas, o sarampión, o sabe Dios qué!
–No, no... –seguía escudiñándolo Manuel.
–¡Qué sabe, usted! Éntrelo a ver qué hacemos con él. ¿Qué edad cree que tiene?
–Unos cinco...
–=Que no, hijo! Que el chico de Adelaidas tiene tres y es más grande y más pesa’o.
–Falta de...
–Usted siempre hablando a medias... Vamos, éntrelo, Manuel. Acuéstelo ahí y vamos a correr la voz a ver si alguien sabe quién es.
–Es Juani –lo identificó una de las mujeres del pueblo–; el nieto de Lucía que está la pobre más loca que una cabra. Lo tiene desde que se le murió la hija dejándoselo de meses...¡Ay, Padre Ramón, usted hace unas preguntas! ¡Que sé yo quién es el padre! Nunca supimos.

Lo cierto fue que nadie quiso acercarse por temor al contagio, y que se lo había llevado Manuel para atenderlo hasta que las autoridades decidieran adonde llevarlo. Pero Juani se escondía cada vez que alguien tocaba ese tema y las autoridades, o no se preocuparon o se hicieron los de la vista gorda. Como no lo habían bautizado, decidió el Padre Ramón que era hora de hacerlo, eligiendo a Manuel como padrino.
Y así, con Manuel siguió Juani. Acompañándolo siempre en el carretón donde cargaba leche, queso blanco, viandas, frutas... Cuanto sacaba de la finquita que cuidaba sin más sueldo que el pedazo de tierra que le ofrecieron y el bohío que era ya muy distinto a los otros: con piso de cemento, baño y un techo de tablas con papel impermeable y, encima, guano para refrescarlo.

¡Qué de soledad y aislamiento si no hubiera encontrado a Juani hacía...! –trataba Manuel de recordar–. ¿Nueve años... Diez? Sí; diez con él... Catorce en el pueblo... ¡Catorce años! El tiemo... siempre el tiempo...
Los recuerdos no le aliviaron la distancia, pero sí la prisa, encontrándose de vuelta cuando todavía andaba reviviendo el maravilloso regalo que había sido Juani; a quien, de cierto modo, veían también como algo suyo todos los que participaron en el alivio de su abandono.
Unos días más tarde, en su rutinaria visita al pueblo, lo detuvo el boticario:
–Manuel... ¿Qué pasó con el muchacho?
–Ya está bien.
–Podías haber hecho una paradita para dejármelo saber ¿no?
–Yo vine, Muñiz. Le dejé un recado con su mensajero.
–Pues se lo tragó. A ése no le dieron sesos ni para mandadero. Nada, que a unos Dios se lo da todo y a otros... Ahí lo tienes; el Premio Gordo, completo, le tocó a un ricachón con ingenios, casas, barcos... ¡Para qué contar! Y ¿sabes qué? Se le suicidó el hijo. Y ya ves; tú, trabajando de sol a sol, pero feliz y con un hijo... Bueno, ¿como si lo fuera, no?, que no te ha dado un disgusto; y ése, ya ves, con todo su dinero... ¿Entonces...? Mira, aunque digan que pierdo mi tiempo filosofando, yo me pregunto, ¿quiénes son más felices, los pobre o los ricos?
–Quien sabe –se encogió de hombros Manuel, aunque sin poder evitar el aguijón de la pregunta y de los recuerdos.

Se había hecho el propósito de regresar temprano. ¡Al diablo con papeles por firmar, llamadas por hacer, compromisos! ¿Cómo había sido tan estúpido? Era absurdo, imperdonable, que lo obsesionara su carrera hasta punto de olvidar lo realmente importante y amado en su vida: Laura, su novia de niño, de adolescente, de estudiante sin recursos; y al fín, después de tanta espera y tantos sacrificios, la esposa del médico prominente que hoy era. Quizás el interés y la acogida que habían tenido sus trabajos de investigación le habían echo perder la perspectiva de su yo íntimo, de su vida, de su amor por Laura. Pero hasta aquí. Felizmente había despertado a tiempo. Comenzarían de nuevo, y ahora sin la presión delas interminables horas de internado, la angustiosa necesidad del dinero para el primer consultorio, la incesante lucha por ser no sólo reconocido, sino famoso, rico... No: no más. La decisión estaba hecha: al hospital, a la consulta y a casa. A casa sin excusas. Ni imprevistos, ni llamadas, ni conferencias. Nada. Ya vería cómo lograrlo. Necesitaba volver a Laura. Hacer tiempo para viajar... ¡qué viajar! Para algo tan simple y lejano como charlar, cenar juntos... ¡Dios, cómo pudo echarla a un lado! Si tenía que abandonar el trabajo de investigación, donde tanto éxito había alcanzado, pues lo dejaba. La fase de trabajar y trabajar para flamantes autos deportivos, casas de lujo y compromisos sociales y profesionales, había pasado. A pulmón y sacrificios –suyos y de Laura y de sus padres– había terminado la carrera; pero eso, también era cosa del pasado. Sus padres... ¿Por qué no había inventado tiempo para alegrar sus últimos años, para agradecerles, para decirles...? Pero no cometería el mismo error con Laura. Quería devolverle las horas negadas, recobrar años perdidos, tener hijos... ¡Dios, cuánto le gustaría tener un hijo! ¿Por qué, por qué no había atendido los ruegos de ella cuando una y otra vez se empeñaba en que se fueran de viaje o, al menos, a la casa de la playa? La casa que tan pocas veces habían disfrutado. Pero no más. A partir de hoy todo cambiaba... Y, ¿por que esperar? Ya; ahora mismo. En la esquina más próxima, sin pensarlo dos veces ni observar señales de tránsito, sin mirar siquiera por el espejo retrovisor, dio una vuelta en U. Una rotunda y decisiva vuelta en su rumbo y en su vida. La llamaría desde la playa para decirle que la amaba, que la estaba esperando, que se diera prisa, que se quedarían allí dos, tres días... ¿los que ella quisiera? Encendidos la imaginación y el deseo anticipaba horas de intimidad que creía olvidadas. La llamó varias veces. Dejó recado de llamarlo a la casa de la playa. Revisó el refrigerador, la despensa, el bar... Increíblemente, todo parecía esperarlos. Decidió subir a ducharse. Luego sacaría la copas y el vino que le gustaba a Laura. Se diaponía a bjar cuando oyó las voces:
“Linda casa” –y abrazándola–. Es una pena que no podamos quedarnos unos días. Cuesta creer que tu marido no sepa apreciar lo que tiene. ¿Por qué sigues con él?” “Costumbre, comodidad. Nada me falta. Tengo y hago lo que quiero y... Ya no importa”.
Sonreía él frente al ventanal, deslumbrado ante la estupenda vista de la playa.
“¿Cómo no me habías invitado a conocer este Paraíso?”
“Porque eres muy posesivo y no quiero que te hagas ilusiones” –y echándole los brazos al cuello– “Mira, siempre fue la tonta obediente que dependía de papá, de mamá, del marido; pero como nada gané” –y lo besó en la mejilla–, “ya no me importa nada, ni nadie” –y en los labios.

Estaban muertos cuando llegó la policía. El hombre, de un disparo en la espalda. Ella, en el hombro y la cara. A él lo encontraron arriba, apoyado en la baranda de las escaleras. El revólver –un 38 asustado– en la mano y la mirada de quien mira un problema ajeno, una película, una obra de teatro. Cumplió veinte años de cárcel, y se preguntó más de una vez dónde y con quién estaba la felicidad.

Cuando sonaron las cmpanas –con más fuerza que de costumbre por ser el último día de clases– se llenaron las calles de una jubilosa chiquillería. Los de la Elemental, que de tan pequeña sólo albergaba del primero al quinto grado, y los de la Superior que, como nunca hubo presupuesto para construirla, compartían una vieja casa cedida por alguien y acondicionada por todos.
Esperaba Manuel a Juani en la esquina cercana a la botica. Nunca le habían impacientado sus ocasionales demoras, y con menos razón hoy que para el muchacho no era solamente otro fin de curso, sino el último de sus días de colegio. Pero Manuel estaba inquieto. Hacía tiempo que venía pensando qué hacer con la educación de Juani. Lo sabía inteligente, capaz de llegar lejos; sólo que la solución que prefería resultaba difícil y arriesgada. Quizás era el momento de confiarse a Muñiz; de hablarle para que lo pusiera en contacto con algunos de los representantes de productos farmacéuticos que visitaban el pueblo. Lleno de preguntas sin respuestas se apretó la frente con las manos. Sí, ¿por qué no? Juani iría al Instituto... Y a la Universidad... ¿Por qué no? ¿Y si...? Piénsalo bien, Manuel. No más equivocaciones. Lo que Juani necesita es una preparación básica y práctica que lo saque del monte y del bohío, pero no de su gente, sus raíces, su sencilla y genuina felicidad.

Entró en la farmacia confiando en una señal, una respuesta, un consejo amigo.
–Manuel, ¿esperando a Juani? Ven, hombre, que no molestas. Hoy está esto como entierro de pobre. Oye, esta es la primera vez que te veo procupado. ¿Qué pasa?
–Juani terminó hoy –se limitó a decir Manuel, tan parco como de costumbre.
–Ya lo sé; y también que fue el primero de su clase.
–Sí; y quiero que siga estudiando, pero...
–Eso va a ser muy difícil, Manuel. Tendrías que mandarlo lejos, pagarle casa, comida, libros... Y además de costoso, es un peligro, Manuel. Juani es un muchacho serio; pero la mezcla de juventud, hormonas y libertad esmuy explosiva.
–Yo me iría con él.
–¿Estás loco? ¿A tu edad...?
La llegada del médico del pueblo interrumpió la conversación:
–Muñiz, necesito varias cosas, Le traigo una lista... Creo que va a tener que pedir algunas porque...
–Oiga, doctor, que aquí no falta nada.
–De lo elemental, Muñiz; pero todos los días salen medicinas nuevas, se descubren nuevos procedimientos...¡Y hasta viejos! Ayer leí en una revista médica algo increíble. Oigan esto: ahora resulta que lo más eficaz para el tratamiento del cáncer de la piel está basado en investigaciones hechas hace más de treinta años por un médico nuestro; un dermatólogo. ¿Se imaginan? Treinta años perdidos cuando tenían la solución ahí, al alcance de la mano; servida en bandeja de plata. Decididamente...
–Perdone, doctor –lo interrumpió Muñiz–; pero la culpà es del médico que hizo el descubrimiento. Seguramente se paró en uno de esos Congresos de ustedes, se infló como un pavoreal con los aplausos, en lugar de...
–¡Qué va, Muñiz! La historia sigue... El hombr encontró a su mujer con el amante, les vació un 38, pasó veinte años en la cárcel, salió y no se ha sabido nada más de él.
–Oiga, ¿usted no se habrá equivocada de revista? Poraque yo he leídomuchos dramones como ése, pero no en revistas médicas... ¿Qué tú crees, Manuel? Manuel... Qué raro...
–Sí; iba como mareado..., o bebido.
–No, que va. Manuel no bebe. Usted no lo conoce, doctor. LLeva qué sé yo cuántos años entre nosotros y cualquiera puede decirle la clase de hombre que es.
–Sí; sé que es muy querido y estimado en el pueblo.
–Y se lo merece. Habla poco, probablemente para no mostrar que no pasó más allá de los grados elementales; pero ¿sabe una cosa? Si la vida le hubiera dado una ourtunidad, una sola, hubiera sido un tremendo médico. No; no se ría. Tiene una manera muy suya de ayudar a los enfermos, y la gente de aquí le tiene mucha fe. Pero ya ve; viejo y pobre en este pueblo de mierda mientras el de la capital, médico, famoso y rico, acaba en cornudo, asesino y presidiario. ¿Quién entiende la vida?
–Usted siempre filosofando, Muñiz.


ACIERTOS DE LA FANTASÍA


LA MUJER
(De las pasiones ocultas)

No recordaba ni cuándo ni cómo la había conocido. En realidad, tan ajeno estaba a calendarios y relojes que ni siquiera sabía que no lo recordaba. Le bastaba saber que era suya, que nada ni nadie la arrancaría de él, que la tenía metida en los ojos, la boca, la piel... Le culebreó el deseo removiendo la angustiosa ansiedad que lo consumía. Paseaba a trancos la habitación cuando se detuvo Jacinta entre regañona y preocupada.
–¡Y dale con los paseítos! ¿Tú sabes lo angustiada que está tu mamá, muchacho? Tienes que controlarte y... –se le desató la lengua a la vieja sirvienta en su cantinela de siempre. La miró él sin verla. Los ojos fijos en la puerta: calle, aire, ruido, gente... ELLA.
–Pero, ¿adónde vas? Ven acá... –se alarmó la mujer.
–¿Qué pasa, Jacinta?
–Que se fue... Sin desayunar, sin ponerse una camisa... ¿Y si va a buscarla?
Y pensó la madre que lo que siempre había temido podía ocurrir hoy. Que quizás era ésta su última salida. Qué allá, quién sabe dónde ni cómo se quedaría con... ella. Ni siquiera sabía su nombre. ¿Cuándo y cómo había comenzado todo? La salud de su hijo se resquebrajaba, sí: pero nunca se imaginó que pudiera descontrolarse así. La culpa era de esa mujer. ¿Quién era? ¿Dónde se veían? ¿Cómo llegar a ella, advertirla...? Ahora sólo le quedaba esperar. Y confiar. Oh, Dios, haz que regrese. Claro que regresaría...

Subió de un salto al primer autobús que pasaba. Tenía que verla. Hoy, ahora... ¿Por qué lo miraban de esa manera? ¿Tan a la vista llevaba la psión que lo consumía?
–Oiga. No puede viajar así.., sin camisa.
Se desmontó de otro salto decidido a comprar una camisa, cualquiera, en la tienda más cercana. Suerte que llevaba la billetera. ¿La llevaba? Tanteó el bolsillo sin detener su prisa. ¿Estaría ella esperándolo? ¿Y si...?
La llave... La llave... Cuando la encontró abrió la puerta de un tirón. Sí; allí estaba. Toda para él o para nadie.
La besó tanto, la quiso tanto, que comenzó ella a resistirse revolviéndosele entre los brazos como un pájaro atrapado. Como aquél que se le murió en el puño cuando niño.
Crecieron fuerza y deseo con la negativa y la apretó y apretó hasta que lámpara y techo y suelo y pared se le echaron encima haciéndole caer, rodar, desovillarse. Se supo como una media o manga vuelta al revés y se soslazó escudriñándose por dentro. ¿Así era? ¿Un amasijo rojo, blando y palpitante? ¿También ella...? Y la miró con asco. Recordó al pájaro quebrándosele en la mano, la sangre que limpió en los pantalones, y los gritos de su madre: “¿Qué te pasó...Y esa sangre...?”
Ahora todo, todo era sangre. Él y ella. No podía volver. Tenía que huír, huír... Se sintió lejos, fuera de sí mismo y quiso detener la fuga ovillándose de nuevo, cerrando fuertemente los brazos para no dejarse ir. Oía los gritos sin saber que eran suyos.
Lo encontraron con la mirada inquieta. Desnudo, desolado y empequeñecido. Apretándose con fuerza a la pata de la cama.

No; esta vez, tal como temió tantas veces, no había regresado. Pero no podía aceptar que se lo llevaran.
-Quiero ver a mi hijo. ¿Adónde lo tienen? Está enfermo... ¿No entienden? Tiene que verlo su médico. Les repito: está enfermo y...
–Está loco, señora. Ustedes no pueden tenerlo aquí. Hace tiempo que debieron internarlo.
–No; loco no. Está muy nervioso, confundido a veces, pero nunca tuvimos problemas serios con él hasta que se enamoró de esa mujer. Ella lo trastornó. Se desesperaba pensando en ella, hablando con ella... La celaba, la seguía... Corría a verla con rabia, con angustia... Como hoy... Yo traté de averiguar quién era... ¿Cómo supieron ustedes? ¡Tienen que decirme quién es!
–¿De qué mujer está hablando? A ese apartamento nunca fue una mujer. A su hijo lo encontramos solo.


CARA A CARA
(De idas y venidas)

Era un caso más y procedieron a llenar el informe con la fría precisión de lo rutinario, lo impersonal, lo tedioso.

Case #13456.
Name: Ambrosio Revueltas Lopo.
Age: 50 años.
Height: 5pies 5 pulgadas.
Weight: 175 libras.
Other: Peluca fija, cicatriz a lo largo de la pierna izquierda.

En la otra sala se trabajaba en el mismo caso, pero con los agudos comentarios con que trataban de desembilizarse, de aliviar la tarea.
–Rolex de oro. Camisa Lacoste... Tenía bille el tipo... Vaquero Pierre Cardin, cinturón Gucci... Tanto lujo y total ¿pa´qué...? Zapatos Florsheim con elevador...
–¿Con qué...?

El encuentro era ineludible y tenía que afrontarlo. Cuanto antes mejor. Estaba harto de lo enconado del asedio. ¿Qué quería de él? ¿No le bastaba con saber cuánto lo odiaba? Porque ¡vaya si lo odiaba! Cuando lo tuvo delante lo despreció aún más. Era exactamente lo que había repudiado siempre: bajito. rechoncho, calvo, cojo.
–¿Qué te pasa conmigo? Di lo que tengas que decir y lárgate. Vamos, ¡habla! –y lo odió más por su mirda fija y, sobre todo, por el empecinado silencio– ¡Me cansé ya de tanta jodedera! Óyeme bien; ni me llames, ni me busques, ni me sigas acosando porque te voy a...
–¿A matar? –rompió la voz acercándose peligrosamente.
–Mira, a ver si nos entendemos. ¡DÉJAME EN PAZ! No te metas en mis problemas, mis decisiones, mi vida...
–¿Y la de mi madre?
–¿Qué...?–lo miró ya de otro modo.
–La vida de mi madre, sí. La dejaste morir en un asilo.
–No, no...
–Tirada como un fardo.
–... me prometieron cuidarla...
–Llámandome, gritando por mí.
–... estaba impedida, senil.. Yo no podía...
–Mataste a mi madre. Mataste a mi madre. Mataste a mi madre –se fue acercando con los ojos agrandados, acusadores, enloquecidos.
Se sintió flácido y pequeño; tan pequeño que tuvo que alzar la cabeza para mirarlo. Se oyó gemir entre hipos y lágrimas; el miedo atenazándole más y más el cuello.
–No... no sabía... no quise...perdóname...óyeme, por Dios... –y se despreció más por los sollozos a ras de suelo y el temblor de marica.
–¿Dios? ¿Cómo te atreves! Acaso no sabe Dios que...
–...¡Ya, ya! Te pedí perdón... ¿Qué más quieres? ¿Qué más puedo hacer?
–Nada; porque no te perdonaré nunca. Ni te perdonará mi madre. Ni te perdonará tu hijo.

Un golpe no lo hubiera sacudido con tanta fuerza. Sabía que tenía que recuperarse, que si no lo hacía estaba perdido, aplastado para siempre.
–No, no... A mi hijo, no... Yo traté... Hice lo que pude...
El hilo de voz que no era suyo y la mirada fija de aquel infeliz que se crecía, se agigantaba por momentos, le revolvieron las entrañas.
–... Fue..., fue una sobredosis... Hacía dos años que no lo veía... Era un, un...
–Un muchacho sensible. Un magnífico estudiante.
–... un vago...
–Un solitario que nunca tuvo ayuda ni comprensión de nadie.
–... un vicioso...
–Lo dejaste morir. Lo mataste como mataste a mi madre.
–¡No más, no más, no más!

Al fin y para siempre saldría de él. Lo miró ya sin miedo, se acercó al espejo y le disparó entre los dos ojos.


AVISO
(De itinerarios perfectos)

¿Por qué? ¿Por qué el aviso? Tenía que poner en orden sus recuerdos sin perder un solo detalle, pero era todo tan insólito que resultaba difícil retenerlos. Ahora, con más tiempo, encontraría la respuesta a sus preguntas: ¿Por qué a él entre tanta gente? ¿Por qué no a la linda azafata, tan joven, con tanto por vivir? Quizás la respuesta le llegaría con la comprobación de lo cierto o absurdo de su miedo, del aviso, la premonición... o lo que fuera. Lo importante era estar allí, inquieto, pero vivo; con tres horas de espera por delante, pero vivo.

Era ya rutinario el viaje al aeropuerto, mes tras mes, el mismo día de la semana, a la misma hora.
Sacó los boletos, encendió un cigarrillo y se situó en la fila. Fue entonces cuando le llegó como un latigazo, como un empujón justo en la encrucijada.
–Sus boletos... Sus boletos, señor... –se impacientaba el hombre del otro lado del mostrador.
–No me voy en este vuelo –le mostró los boletos, pero aferrándose a ellos– ¿Cuándo sale el próximo?
–Su reservación es para el vuelo de las diez y...
–Ya le dije que no me voy... Que me iré en el próximo.
–Imposible. El avión de la una está lleno. Puedo mirar si mañana...
–Tiene que ser hoy. Me esperan y es muy urgente.
Sentía en las sienes el latido del miedo y a sus espaldas la impaciencia de los que esperaban.
–Vuelva a las doce y media. Si hay un asiento disponible, es suyo.
–Tuvo conciencia, al volverse, de los que esperaban detrás de él. ¡No podía dejaarlos tomar ese avión! No ése... Pero, ¿cómo decirles?
–Muévase, amigo.
Aunque empujado una y otra vez, seguía allí, junto al mostrador, sudando copiosamente. Al fin alguien, con más irritación que paciencia, tiró de él apartándolo bruscamente.
–Óiganme, no pueden irse... –creyó decir o dijo sin que le prestaran atención.
Respiró hondo tratando de recuperarse, de razonar; al fin y al cabo todo era absurdo, incomprensible, estúpido. Por el pasillo avanzaba la tripulación del vuelo de las diez. Lo golpeó de nuevo el aviso. ¿Cómo, cómo decirles? Era tan linda y tan joven la azafata...
–Señorita...
Se detuvieron todos, una interrogante repetida fija en él. ¿Cómo explicarles? La muchacha le señaló algo, dijo no sabía qué y sonrió luminosamente. ¡O, Dios, era tan joven, tan joven! Los vio alejarse y su miedo fue ya certidumbre. Miiró ansiosamente buscando un ventanal. Quería verlo todo, tenía que verlo. Sólo así podría contarlo... Pero ¿quién iba a creerle? ¿Cómo explicar algo que ni él mismo comprendía?
¡Dios santo, tenía que avisarle a su mujer! Hacerle saber que saldría a la una. No quería pensar en la posibilidad de que lo creyera en ese avión, pero ¿cómo avisarle? En la casa no estaba porque habían salido juntos. Probablemente estaría entrando y saliendo... Los niños, el colegio, el grocery... ¡La oficina, claro! Tenía que llamar y pedirle a Julio que la localizara lo antes posible.
Impaciente, pero ya más tranquilo, se adelantó tan pronto como anunciaron el vuelo de la una. Tronaron los motores. Se deslizó el avión agigantando fuerzas y rodó, rodó... ¡Cuánto tardaba en levantar, en tomar altura! Lo golpeó el recuerdo del aviso y del feliz despegue del vuelo de las diez, y se le agigantó por dentro el miedo que creía olvidado. Fijó la vista en el ala que luchaba por empinarse, que trabajosamente, trabajosamente... Y de un tirón supo que era aquí, ahora, ya.

Sonaba el teléfono y soltando el bolso se apresuró a contestarlo.
–¿Sonia...? –le llegó la angustiada voz de Julio- ¡Por fin te encuentro! –Acabo de llegar. Ya, ya me enteré... ¡Qué horror! No hago más que pensar que pudo haber ocurrido en el vuelo de las diez.


TESTIGO PRESENCIAL
(De los que se van y se quedan)

Sin tiempo para un quejido. Lo que quedaba del automóvil quieto y retorcido junto al hocico del tren. El aullar espasmódico de una ambulancia, las luces de los carros patrulleros girando monótonamente y la calle pariendo ojos y palabras:

Pitó y pitó y él como si nada... Quiso frenar pero ya tenía
al tren encima... No pueden sacarlo...Lo sacaron
despedazado...

Atravesó aquella gelatina humana, morbosa y excitada justamente cuando lo alzaban. Llevaba la camisa que le había regalado Sylvia, el pantalón gris y los zapatos estrenados aquella misma mañana. ¿Los zapatos? Uno; sólo uno. Algo le dolió adentro, desprendiéndose y transitándole como un goteo lento y frío. Vio con horror el colgajo sanguinolento. Se agigantaban las luces girando ahora fuera y dentro de él. Le pesaba el cuerpo; tanto que intentó ponerse en pie, incorporarse, pedir ayuda..., pero no pudo moverse.
Siempre le había tenido un miedo enfermizo a los trenes. A su alarido agónico, al herrumbroso estremecimiento que dejaban al pasar..., Y ahora, olvidado el miedo, tener que presenciar esto. El espanto de lo inminente, el crujir de hierros, su propio grito, el derrumbe total de, uno a uno, todos los resortes,los mecanismos, los signos. La fuga total de toda idea, de toda savia, toda esencia. El abrumador peso del silencio. El aluvión de tanta nieve contenida.
Sintió frío. Una humedad pegajosa le crecía pantalón abajo y pensó, ya sin interés ni horror ni asombro, en la burla de la inútil prisa, de lo ya sin hacer y, sobre todo, de aquel solitario y reluciente zapato nuevo.
La tarde, súbitamente anochecida, velando su soledad inmóvil. Aulló la sirena abriéndose paso, prolongando más y más su quejido en la distancia.

Pero, ¿se iban sin él? ¿Y Sylvia? ¿Le avisarían a Sylvia? ¡Que no le avisaran, por Dios! ¡Todavía no! Que alguien, por favor, les avisara que no iba él en esa ambulancia. Que volvieran... Que lo habían dejado atrás..Que estaba allí... Todavía allí.


LA LLANERA
(De fantasmas y girasoles)

La noche era espesa y pegajosa. De mil diablos, como diría Benito. Pero Benito ya no decía nada; le habían tajado las palabras de un machetazo en medio de la espalda.
El machete, tan filoso como mal intencionado, apareció cerca del río. Lo llevaron al cuartel y después de inútiles interrogatorios allí quedó, colgado detrás del buró del Sargento Porras.
Lo bautizaron El Benito y sólo nombrarlo asustaba igual a justos que a pecadores: "Dice el Sargento Porras que al que agarre robando ganado lo abre en dos con El Benito...A los revoltosos de anoche los aplanaron con El Benito...Oye, mocoso, o te haces cargo de Juanita y de su barriga o te la cortan con El Benito..."
Qué ajenos a esta fama estaban Benito y el malamadre que le abrió la espalda. No es que él fuera amigo de Benito, pero qué caray, era un buen hombre, un infeliz que andaba de pueblo en pueblo haciendo lo que se presentara. La siembra aquí, la recogida allá, el ordeño... Lo que cayera. Como él, qué caray, como él.
Allí mismo había sido. Un escalofrío le zigzagueó por todo el cuerpo hasta la nuca y el mismísimo cuero cabelludo, sintiéndose traspasado por las agujas del miedo. Un miedo que se le enredaba atándole las piernas; que le hacía andar sin conciencia, ni tiempo, ni medida. Sabía que el recorrido era largo; pero no tanto, no tanto, caray. Quizá había perdido el rumbo; quizá el recuerdo de Benito lo había trastornado.
Pisoteaba, hendía, desgarraba las sombras sintiendo en la cara el aliento húmedo y dulzón de la noche. Tan cerca la sentía que manoteaba apartando sus insospechadas cabezotas de luna y trapo. Aleteó muy cerca un pájaro agorero. Ladró un perro hasta el aullido. ¿Dónde estaba? ¿Qué sombra de miedo le seguía los pasos? ¿Qué siseo, qué de hilos, dedos, ojos y presagios lo enfrentaban?
Y él allí, en medio del espanto. Donde una baba gomosa se le espesaba en la garganta; donde dedos y más dedos le acariciaban el cuerpo.
La primera hilacha de luz lo encontró afilado, gris y tambaleante. Miró al sol-niño que paría la madrugada y...
-Buen día, amigo.
-¡Caray, Benito...!
Se persignó rápidamente, y abriéndose paso con las manos dejó que se le espantaran las piernas. A su alrededor, y hasta donde alcanzaba la vista, se erguían burlones los girasoles de La Llanera.


SINFONÍA MAYOR
(De verdes y sinfonías)

La sabía allí, pero no quiso mirarla. El verde intenso de sus ojos le acrecentaba siempre la soledad de su compañía. No le gustaba la noche, ni la lluvia, ni la mentira verde de los ojos agigantándose hasta llenarlo todo. Gritaba el mar afuera, allá donde abría más y más un boquete en el acantilado.
Se sirvió otro wiskey. No tanto por desearlo como por alejarse de su mirada, de sí mismo, del otro que había sido antes de... La vio sonreír y no le sorprendió la sonrisa verde. Todo en su vida dentro y fuera, ahora y desde que le alcanzaba el recuerdo, era y había sido verde. Quizá lo presintió el abuelo cuando le contaba aquello del ombligo verde de la luna, la bruja verde, el hombre verde de la noche... Se sirvió otro wiskey.
–Nunca se te ocurre ofrecerme un trago. Te sirves y a otra cosa –lo asustó la voz, no por verde sino por inesperada.
–¿Qué quieres tomar?
–Menta con hielo... Gracias. ¿quieres jugar? –barajó una y otra vez las cartas.
–No, me aburren las barajas y la tormenta y el aullido del mar... (y tú, pero no lo dijo).
El abuelo decía que debajo de cada piedra hay siempre un duendecillo, tan pequeño que sólo puede verse con los ojos del alma, aunque nunca dijo que los ojos del alma son verdes y verdes las piedras y los duendecillos.
No le sorprendió ahora la voz que llegaba lenta y pesada como el tic-tac de un reloj, como una nota repetida, como un gotear incesante.
Si fuera escritor –como el abuelo– podría sacarse del pecho el burujón de palabras y cosas que lo ahogaban. Escribiría durante horas, días, años, hasta echar afuera de una vez y para siempre todo aquel peso de vida. Se sirvió otro whisky. Escribiría... y pudo ver páginas y páginas de líneas apretadas: verdeverdeverdeverdeverdeverdeverde. Se sintió llorar por dentro.
–¿Dijiste algo...? No; qué vas a decir. Un día de estos te quedas mudo. A mí me da igual. Allá tú con tu hermetismo y tus borracheras; pero eso sí, te advierto.... Y corrió ya sin detenerse el flujo verde de la voz.
El abuelo contaba de una gitana que conocía el Tarot como nadie, y de un payaso que recitaba a Homero y gustaba hablar de los Sofistas. Una gitana, un payaso, Homero... Ni un trago más. Se sirvió otro whisky. El día de su graduación también llovía. Le dieron un birrete que no era el suyo y la sortija que aún llevaba. Miró largo rato la piedra verde y recordó a su maestra de tercer grado. Se llamaba Soledad, tenía música en la voz y una ternura inmensa en la sonrisa.
Más allá de la angustia y el aburrimiento zigzagueaba la lluvia en el cristal de las ventanas; corría por la calle del recuerdo pegada a los contenes, haciéndose charco en las esquinas. Era la lluvia de los pies descalzos y los barquitos de papel. La que hacía glu-glu por los tragantes de la avenida recién estrenada.
El abuelo decía que el corazón del hombre es un pájaro en vuelo. ¿Vuelan los pájaros en noches de tormenta? Se acercó a la ventana. Sólo oscuridad y lluvia, pero sabía al mar detrás, golpeando sus aullidos. Se sirvió otro whisky. No golpeaba el mar de sus vacaciones infantiles. Caracoleaba en la arena y espumeaba ensalitrando los pinos del patio. “Estaba la pájara pinta posada en el verde limón...”, coreaban primas y primos haciendo rueda. ¡Mariquiiita! le gritaron un día. No volvió a jugar con sus primos y odió a la pájara verde. El abuelo había vivido tanto que se sentía niño; él, en cambio... Se sirvió otro whisky.
Algo decía ahora la verdiaguda voz. Algo de unh borracho asqueroso. No sabía qué ni le importaba. Sólo escuchaba la sinfonía en verde mayor del mar y la tormenta: TAN-TARÁN, TAN-TARARÁN-TA-TA-TARAAÁN.
–Notienesremedioquetediviertascretinoestoyharta...
El abuelo tenía un loro que era todo un personaje. Se llamaba Pepe y hubo asombro, risas y un huevo cuando resultó ser Pepa. Se sirvió otro whisky. ¡Cuánto le hubiera gustado conocer más al abuelo!. Lástima que les hubiera faltado tiempo. Si pudiera irse atrás y alcanzarlo con todo el que sobraba ahora.. Se sirvió otro whisky. Gritaba el mar afuera, allá donde abría más y más un boquete en el acantilado, donde la sinfonía, in crescendo, llamaba irresistiblemente.
Le hizo bien el aire golpeándole la cara, y la lluvia corriendo por cada uno de sus pliegues liberados. Miró al cielo ennegrecido de verdes inútiles. Sintió al mar apretársele a las piernas, a la cintura, al cuello. Extendió los brazos para sentirlo así: gris, sonoro, turbulento. Para poseerlo antes que el primer verde lo prostituyera. Levantó el vaso y se bebió la noche.


LA HUÍDA
(De sueños y realidades)

Tocan a la puerta con tanta fuerza que adivina que son ellos y empieza a preparar sus cosas. “¿Ustedes, otra vez..!” ¨Sí señora, y tenemos que llevarnos a la niña. Aquí está la orden...” “¡No pueden hacerme eso...! “Lo siento, señora. Llame a Lisa, por favor...”
No es necesario porque ya está allí. Con su mejor vestido, los zapatos nuevos y una hebilla sujetándole el pelo. Los brazos atrás y la frente alta como un soldado en atención. “Lisa, hijita... Diles que nunca te hemos maltratado, que te queremos mucho...”
Saca los brazos, acepta la mano que le tiende la señora flaca, y con un “Adiós, Mami”, sale sin volver la cabeza. Un hombre calvo las lleva a un salón lleno de chiquillos llorones y asustados. La señora flaca se sienta a su lado sin soltarle la mano. Alguien grita su nombre y las llevan hasta una oficina que huele acaballo, a yerba y a montura. Se sienta, estirada y quieta, en el sofá de cuero que le indican. La señora flaca le echa un brazo sobre los hombros apretándola como si la llevara debajo de un paraguas. Un señor regordete saca lápiz y papeles. Una señora rubia abre su maletín sin dejar de mirarla: al pelo, a la cara, las manos, las piernas... Al fin la mira a los ojos y sonríe iluminándolo todo. Todo menos la mariposa negra que está allí, como siempre, en el ángulo del techo y la pared. “Lisa, somos tus amigos y queremos a ayudarte. Te vamos a hacer unas preguntas antes de llevarte a tu casa...” “No quiero volver a mi casa...”
Se miran los tres, sorprendidos, “Entonces, mientras todo se aclare, te irás a vivir con una familia...” “No me quiero ir con nadie...” “A ver, a ver... Eres una niña y tienes que vivir en algún lugar...” “Un momento, un momento...”, interviene el gordo, “Lisa, ¿adónde quieres ir? ¿Con quién te gustaría vivir...?” No contesta porque la señora del maletín pide que las dejen solas. Y vuelta a las mismas: que si la maltrata su mamá, que si duerme con sus padre, que si su papá la acaricia, que si esto, que si lo otro... ¡Y los muy estúpidos sin entender nada! Claro que no la maltrataba su mamá. Si algunas veces le pegaba era porque la provocaba ella para ganar su atención. Y no. No la acariciaba su papá. No tenía tiempo para eso. ¿Besarla...? Dos veces... No; tres...
En el techo, moviéndose en su rincón, ser agrandaba la mariposa. Del piso bajo le llegó la voz del televisor y el ruido de platos y cazuelas. Un rato más y la llamarían para cenar. Repasó mentalmente todo lo que había estado eculubrando. ¿Y si llamaba, si hacía la denuncia en lugar de pensarla una y otra vez? No, para qué. No comprenderían su mentira. Además, tal vez las cosas no eran como las imaginaba. Tal vez la agarraban por un brazo y la encerraban en un, en una... ¿Cómo se llamaban esos lugares?
Miró al rincón oscurecido y se volteó la mariposa mirándola de frente. No; mejor otro día, se dijo. Era cuestión de seguirles el juego. Después de todo ellos se peleaban, le peleaban y volvían a sus asuntos. Era cuestión de esperar, de seguir planeando, imaginando cómo y cuándo derribar paredes. Necesitaba fuerzas y valor y tiempo. ¡Si pudiera sumarles de golpe siete años a sus once!


Ni un día más. Tenía el incondicional amor de Ramino, automóvil y libertad para moverse a gusto. Sacaría la maleta al mediodía, cuando no había nadie en su casa ni en la de los vecinos. Luego, regresaría a la Universidad hasta que fuera hora de recoger a Ramiro. Lamentaba dejar la Universidad, pero... Ahuyentó el momento de flaqueza pensando que universidades había en todas partes.
Estacionó el auto y esperó la salida de Ramiro. No tardaría. Eran sólo las cinco y media y le había dicho que a las seis, que no tardara.Y llegó, aunque sin más equipaje que su sonrisa.
–¿Y la maleta? Hablamos muy claro anoche.
–Mira, Lisa –se apoyó Ramiro en la ventanilla– Yo nunca pensé que la cosa iba en serio. ¡Tú eres muy fantasiosa, mi amor! ¿A quién se le ocurre? ¿Cómo te vas a ir conmigo? Yo me voy porque no me queda otro remedio, porque no me pueden seguir pagando la Universidad... Y gracias que mi hermano me consiguió un trabajo en New York, porque...
–Te dije que me voy contigo, Rami –lo cortó ella.
–¿Estás loca, chica? Ni siquiera sé dón y cómo coy a vivir. Piensa, razona, Lisa.
–Yo me voy. Tengo mis cosas en el maletero. Si no vienes conmigo me voy sola, pase lo que pase.
–Mira, vamos a hablar con calma –subió Ramiro al auto– Tu sabes que yo tengo un boleto de avión y...
–¿Y...? Cancelas y en cuanto lleguemos a New York lo llevas a una agencia y te devuelven el dinero. Te va a hacer falta ¿no? Por mí no te preocupes, llevo dinero suficiente para arreglármelas hasta que encuentre trabajo.
–Estás loca, loca... –la miró ya de otra manera, y acercándose más–; pero es tentador eso de irse contigo... porque no pensarás que vamos a viajar como hermanitos.

Hicieron la primera parada a las diez, después de tres horas de carretera. El motel, con sus luces intermitentes de neón, le pareció de tan mal gusto como fría y desagradable la habitación que olía a mezcla de desinfectante y alfombra vieja. Miró hacia el ángulo del techo. No; no estaba. Había quedado atrás.
–Es nuestra primera noche, Lisa –le besó Ramiro la cara, los labios, el cuello. Con la torpeza de la prisa y la novedad le sacó la ropa y se le echó encima.
Se dejó ella hacer sin que las manecillas del cerebro dejaran de girar. ¿Por qué no dejaba de pensar, de seguir cada gesto, cada palabra, cada caricia o brusquedad de Ramiro? Se supo tensa, estrujada, invadida y enormemente frustrada. ¿Esto, esto era el amor? ¿Esto acostarse con un hombre? ¿Esto...? Un leve ruido la hizo mirar al techo. La oscuridad le impedía ver, pero la sabía allí, en el ángulo de siempre.,BR. Le ardieron los ojos y apretó los labios conteniendo la angustia. Se sintió mal por dentro y por fuera. Mil cosas insospechadas le cruzaban una y otra vez por la mente. ¿Dónde, dónde estaban que no aparecieron en años y años de soñar y planear su fuga? Se ahogaba en aquel lugar extraño, en aquella cama extraña, con aquel hombre extraño.
Se desprendió del abrazo satisfecho, se encerró en el baño y abrió la ducha. La siguió Ramiro.
–¿Qué te pasa, Lisa? ¿No crees que ya es bastante insultop tu frialdad? Qué, ¿te manché, te di asco? Vamos, di algo –y ante el silencio y la duchada– Mira, es tarde y estoy muy cansado para tus niñerías así que.. –esperó unos segundos, pero como sólo le llegó el vapor del agua caliente, dio la vuelta y optó por el descanso que el cuerpo, ya servido, demandaba.

Desconectó el motor dejando que el auto se estacionara calladamente frente a su casa. Temblaba la mano que no acertaba con la cerradura. Subió lenta y silenciosamente las escaleras. Entró en su cuarto, cerró la puerta y encendió la luz. Una morbosa seguridad la obligó a mirar el techo: allí estaba, esperándola en su rincón de siempre.
Por no verla prefirió estar a oscuras y se tiró en la cama. Inmóvil vio desfilar, uno a uno, los sueños y las fantasías que había alimentado desde niña. Así la encontró la mañana al entrar de golpe por la ventana.
–Lisa... –apareció Isabel con tanta sorpresa como preguntas en la mirada– Vi tu coche afueera. No te oí llegar. ¿Qué pasó? ¿Por qué no te quedaste estudiando, como me dijiste...?
–Si, mamá; te lo dije. Te mentí. Ni fui a casa der Carmita, ni estaba estudiando –y en el mismo tono desganado– Me fui. Me fui de la casa.
–¿Qué...? ¿De qué estás hablando?
–Me fui, sí. Aunque no lo entiendas me he ido muchas veces. La primera, cuando tenía once años y los acusé de abuso infantil; la segunda, un día de mi cumpleaños...
–¿Qué te pasa, hija? Estás diciendo disparates.
–Sí, sí... Me fui muchas veces, mamá. No te imaginas cuántas. Hasta un día de Navidad con la casa llena de gente.
–Deja de decir tonterías y dime qué pasó anoche. ¡A ti te paso algo!
–Si no me crees, abre el maletero del carro. Ahí están mis maletas. Me fui con Ramiro... Salimos a las seis o siete... A las diez paramos en un motel... –se viró de lado haciéndose un ovillo– Creí que había derribado todas las paredes, y no. Me equivoqué. Tanto soñar, tanto planear y ¿sabes qué? ¡Paredes! Otras, distintas, pero paredes.
–Lisa, por favor, ¿qué pasó? Dime la verdad.
–Que me fui, mamá, ¿no entiendes? –se desovilló como un resorte– Que esta vez fue de verdad y no me sirvió de nada.
Chillaba el teléfono y Lisa, sin oírlo, sin importarle lo dejaba chillar.
–Es para ti... Larga distancia...

Miró al techo antes de aceptar la indignación de Ramiro. Allí estaba. Un punto negro apenas visible, pero vivo, cruel y sabio en agrandarse hasta la angustia.


ENCUENTRO FORTUITO
(De los pueblos aburridos)

El pueblo desplegaba su alegría universitaria. En una esquina, formando un círculo apretado, unían voces en el más animado de los cheers varios estudiantes. Otros, al pasar, respondían uniéndose al entusiasmo.
–Este año ha venido más gente que nunca. Mañana me pego un jalao de película.
–Si ganamos.
–Claro que ganamos; no seas sapo. Tenemos la mejor defensiva, y ...
–Deja, deja. No quiero pensar en nada que no sea el exámen de mañana. Todavía tenemos tres capítulos sin revisar.
–¿Cuál es tu problema? Si no aprobamos ahora nos presentamos en septiembre.
–De eso, nada. Nos graduamos en junio como habíamos pensado. Mira, son más de las cinco; ¿por qué no comemos algo, damos una vuelta por ahí y nos pegamos a estudiar hasta las once?
–Estás loco... ¡Te vas a fundir y a mí no me llevas en ésa! Qué va... Yo no aguanto tanto. Vamos, te invito a un trago en el Hit Corner.
–Sí, claro. Y perder toda la noche. Si quieres, nos tomamos una cerveza en el bar de la esquina.
–¿En esa cueva de viejos?

Lugar de juventud no era, pero sí de visitantes de ocasión. Las dos mujeres acomodadas junto a la barra miraron a la puerta tan pronto ésta se abrió. Aunque no en sus mejores años eran atractivas, algo ajadas bajo el maquillaje y las melenas decoloradas.
–Vaya, vaya... ¡Al fin algo vivo en este cementerio! –se entusiasmó una de ellas–. Y no están mal...Oye, ¡qué mirada le has echado al de los ojos grandes! Sí, sí... Al seriote. Está bien; te lo dejo y me quedo con el rubito... ¿Qué te pasa? –se extrañó de la inusitada intranquilidad de su amiga.
El rubito, consciente de la curiosidad que despertaban, les regaló una mirada atrevida y una sonrisita amistosa.
–Oye, la medio tiempo esa te está fulminando con la mirada.
–No me gustan las viejas.
–Pues mira que está muy bien. La otra está un poco pasadita.
La pasadita hablaba y reía provocativamente; la otra no disimulaba la intensidad de su mirada.
–Este es justamente el break que necesitamos –insistía el rubito–. ¿Qué te parece si...? Yo me lanzo, ¿y tú?
–No me interesa–bebió la cerveza con prisa, y sin dejarse envolver se dispuso a salir.
–Me voy, ¿vienes?
Era casi una huída, y al pasar junto a las mujeres sintió en el brazo la presión de una mano que lo retenía.
–Perdona, pero no somos de aquí y no tenemos la menor idea de cómo ir mañana al Stadium.
Se detuvo visiblemente molesto, aunque aliviado al comprobar que no era la mano de la tigresa que parecía dispuesto a devorarlo.
–Es difícil explicarles porque no está cerca. Mejor le preguntan a...
–Yo tengo la solución –intervino el rubio de buena gana–. Las llevamos ahora hasta allá, y de paso les enseñamos toda la Universidad. ¿Qué les parece?
–Llévalas tú, si quieres. Yo tengo que estudiar.
–Oye, es temprano todavía y podemos...
–¿Estudiar? –interrumpió la tigresa que no había dicho palabra– No vas a decirme que eres estudiante universitario.
–¿Y qué tendría eso de raro?
–Que eres demasiado joven.
–Tengo 22 años y estoy en cuarto año de Ingeniería.
–Bueno; si te divierte hacerte el el estudiante... Sólo que no engañas a nadie.
La miró él tan asombrado como molesto, y apretando los labios le extendió la mejor de sus identificaciones. La mujer, súbitamente distrída parecía ignorarlo.
–Oiga... – le tocó el hombro con rudeza.
–Deja eso, chico –intervino el rubio.
–¡Cómo que deja eso! –sacudía la tarjeta con el orgullo que exhibe la juventud los años que otros esconden.
–Y después de todo, ¿qué importa que tengas 17 o 18 o los que te dé la gana? –lo miraba ahora la mujer, desafiante.
–Es que no tengo 17 ni 18, se-ño-ra. Mire; convénzase y déjeme en paz que no estoy para perder el tiempo.
Se sorprendió él cuando, sin mirarlo, sin decir palabra, tomó ella la identificación y le volvió la espalda.
–Qué, ¿no piensa devolvérmela? Se la enseñé para que la viera; no para que... –se sorprendió aún más cuando la vio alejarse tambaleante; el bolso, los cigarrillos y la tarjeta abandonados sobre el bar.
–¿Qué te pasa...? –se alarmó la otra intentando seguirla.
–No, no... Déjame.
–Tremenda curda... –se rió el rubio.
–¡Si sólamente se ha tomado un trago! Voy a ver qué tiene.
La encontró inclinada sobre el tocador, visiblemente descompuesta y con la cabeza entre los brazos.
–Oye... No me asustes... ¿Qué te pasa?
–Me siento mal. Eso es todo.
Lo dijo de una manera tan cortante que se limitó a extenderle el bolso sintiéndola totalmente extraña.
–Chica, de veras que no te entiendo.
–Mira; déjame en el motel y tú haces lo que quieras.
–De ninguna manera; me quedo contigo.
–No, por favor. Necesito estar sola, descansar, dormir un rato.


New York... Abril 26... La habitación achicándose más y más con el intenso y pegajoso calor. El cuchillo... Otra vez el cuchillo clavándosele una y otra vez. Se dobló en la silla apretándose la boca para no chillar.
"Ya, ya vamos". –entró sister Marie con su sonrisa de todos los días – "En unos minutos estamos en el hospital".
Y otra vez el cuchillo y el miedo, las preguntas, los papeles... Quiso levantarse.
"Quieta, quieta. No se puede levantar".
Fue entonces cuando oyó el desgarrado e indefenso grito. Alguien la sacudió bruscamente.
"Déjese de gritos que eso no la va a ayudar".
La destaparon y se supo deforme, abierta, exhibida. Sintió en la nalga el escozor de un pinchazo.
"Oye" –dijo alguien–, "ésta no puede esperar mucho más ¿qué hacemos?"
"Ya nos avisarán".
"Mejor, porque el marido vino y quiere verla".
"¡Ese es el marido de la otra, hija! Esta vino con la monja".
"¡No me digas que esta es la que...! ¡Tan joven!"

La sábana... La sábana... ¿Cómo la llevaban así por el pasillo? ¿O la habían cubierto? Se sintió ligera, volátil. Abrió los ojos y vio pasar el techo en blanca fuga. La empujaron lastimándole el dolor lejano del cuchillo. ¿Por qué tanto frío y tanta luz y tanta gente...?
"Vamos, vamos. Ya, ya pasó" –le daba golpecitos en la cara Sister Marie sonriendo con su sonrisa de siempre.
Sintió que se le anegaban los ojos y volvió la cara hacia la pared.
"Bueno, bueno... Llorar te hace bien; pero un poquito, ¿eh? Sólo un poquito. Así, así está mejor. Ahora descansa que yo volveré más tarde".
La partida de la monja agigantó el vacío que le crecía por dentro y que desgarraba más, mucho más que el cuchillo. Le llegaron voces y risas:
"¿Lo viste? Es el segundo; allí, allí... ¿Lo ves?"
"¿El del quimonito azul? ¡Qué lindo!"
Ira y rabia y angustia le apretaron la garganta y las sienes revolviéndole las ideas:
“¡Sí; que los adornen, qué los exhiban! ¡Menos a ti, claro! ¡Sin nombre ni ropa ni nada! ¿Por qué no le ponen un cartelito? –y a grito pelado– SE REGALA HIJO DE NADIE... ¿LO OYEN? SE REGALA HIJO DE NADIE...
Sollozaba entrecortadamente sin hacer caso de las enfermeras que no lograban callarla. Otra vez el escozor de un pinchazo y el sueño y la sensación de flotar, de irse... “se regala... no importa... serás... el más... guapo.. con unos... ojos... grandes... como él... como él..."


No había sollozos ahora. Estaba quieta, los ojos fijos en el vacío. El mismo vacío de aquel 26 de abril doliéndole en el pecho. Se abría la puerta y cerró los ojos rehuyendo el interés, la curiosidad, la inminente pregunta
–¿Te sientes mejor? ¿Dormiste algo?
–Ya estoy bien, gracias. Siento haberte estropeado el día.
–¡Y cómo! Todavía no me explico qué te pasó... Tan estupendamente que lo hubiésemos pasado... Los chicos eran buena gente y muy guapos... Vamos, ¡confiesa que te gustó muchísimo el seriote de los ojos grandes!
–Te equivocas. Demasiado joven. Tan joven como para ser mi hijo.


EL VUELO
(De vuelos y de caídas)

Se desnudó lentamente, a oscuras. Un escalofrío la hizo encogerse. El aire acondicionado la había calado siempre hasta los huesos. Pensó en su cuarto de soltera, acogedor y tibio. Sonrió recordando el ventilador eléctrico con su “tac” al final de cada vuelta; y el grandote del cuarto de sus hermanos; y el pequeño y silencioso que en corto y rápido girar movía el aire sobre la cama de su hermanita. Si al menos pudiera mantener una temperatura confortable...
–¿Qué pasa...? ¿Qué hora es...?
–Las once –se sobresaltó a la voz– ¿Te desperté?
–Hum...
Lo sintió voltearse y enseguida respirar con esa honda y sibilante respiración del sueño. Se metió en la cama, y revolviéndose bajo la mullida suavidad del cobertor se cubrió hasta el cuello. Inmóvil, los ojos abiertos y angustiados fijos en las manchas claroscuras que se movían sobre ella.

¿Qué esperaba? ¿Hasta cuándo? Estaba harta. Pero ¿no lo había estado siempre? No; no era igual. Lina ya estaba casada, Mayito en la universidad... Pero nadie la comprendería, claro. Si lo tenía todo... Un marido apuesto y obsequioso, dinero, una casa bellísima, sirvientes, viajes... Todo. ¿Todo? Pensó en la tela al óleo que estaba pintando. Le estaba quedando muy bien. Mejor que el de las flores. Lo mejor que había hecho... Si Linita lo viera... ¡Bah! ¿A quién le importaba? Le ardían los ojos. No sabía si de tenerlos inútilmente abiertos o estúpidamente húmedos. Miró hacia la otra cama, más por costumbre que por interés, y detuvo la mirada aquí y allá, donde, sin verlos, sabía los muebles, las cortinas suntuosas, el tocador, el ropero inmenso, de un lado a otro de la habitación... Todo bellísimo, regio. Sonrió tristemente: una bella jaula. Eso. La jaula donde había hecho nido y empollado dos veces. Una bella jaula hecha de soledad y de silencio. Pero, ¿y la risa de sus hijos? ¿Y aquel corretear juguetón y bullicioso? ¿Había sido todo un sueño? Sólo los sueños corren más rápido que el tiempo y se cruzan, se entrecruzan, se pierden... “Mami, hoy aprendí a silbar”, apretaba Mayito los labios dejando escapar un débil silbido... “Mira, como mi mamá”, parecía un payaso Linita con los labios y los ojos pintarrajeados... ¿Cuándo habían crecido sus hijos? ¿Qué hacia ella, dónde estaba ella que no los sintió crecer? ¿Adónde se habían ido esos años con tanta prisa que no pudo seguirlos? Le pesaban los párpados y en mágico caleidoscopio se le atropellaron estampas de su niñez, de la de sus hijos, de su boda...

El patio lleno de árboles frutales, la hamaca, el viento fresco besándole la cara... Mayito en su primer uniforme de camisa cerrada, kepis y corbata negra.... Su noviazgo, su boda. Había sido una novia muy linda. Alta, el pelo oscuro y rizoso contenido bajo la tiara... Rubia, menuda, sonriente...Un ligero velo sobre el pelo dorado... ¿Qué hacía esta otra novia en su boda? ¿O era la boda de Linita? Qué importaba. La decisión estaba tomada. ¿Por qué torturarse demorándola. Lloviznaba a ratos. Miró con disgusto a través de la ventana. El cielo era grisoso, de nubes grandes, torvas e inmóviles. Los árboles negruzcos y tristones. Bailoteaba la lluvia en el aire haciendo piruetas verticales, horizontales, giros presurosos y caídas musicales. ¿Irse así? ¿Dónde estaba el horizonte claro y prometedor que tanto había soñado? Sonrió al ver unos rayos de sol, pálidos y debiluchos, abrazarse a la lluvia. Se fue tiñendo el césped hasta alcanzar el verde intenso de la esperanza. Se aquietaron los árboles bañados de luz. Como una autómata bajó las escaleras, creciéndole el corazón en el pecho. Había llegado el día, su día. La hora exacta de su liberación. Nada ni nadie la detendría. Abrió la puerta y miró a su alrededor en muda despedida. Su mirada se detuvo en la jaula dorada que ponía un pincelazo de color y vida en lo sobrio del salón. El canario inclinó su plumosa cabecita y la miró fijamente. Abrió aún más la puerta. ¡Toda, toda! ¿Acaso no era este su día? ¿Un día sin fecha ni horas ni minutos? Un chorro de luz pintó una franja en el piso. Se acercó a la jaula. “También tú, pobrecito”, levantó la diminuta puerta. El pájaro se inquietó revoloteando. La mano cómplice lo rozó incitándolo a la huída. Se agitaron rápidamente las alitas y raudo, ciego, cruzó la habitación golpeando una y otra pared hasta caer manso y tibio como un capullo de luz.

-¡Noo! –fue un grito agudo y desgarrado.
–Olga, Olga...
La luz atravesó la noche iluminándole terror y lágrimas:
–El canario... No pudo, no supo... ¡Está muerto! –rompió en sollozos.
–Vamos, vamos... –le daba él palmaditas en el hombro, y apagando la luz:
– A dormir, ¿eh?, que tengo que levantarme temprano.

Pronto le llegó el siseo de la respiración vuelta con prisa al sueño. Se cubrió hasta el cuello. Quieta. Los ojos muy abiertos clavados en las manchas croscuras que volvían a moverse sobre ella. Pensó en el canario, en la jaula, en la libertad. Cerró los ojos fuertemente. Algo tibio y salobre le llegó a los labios. Pronto amanecería. Otro mañana y otro y otro más. Pero ya no sería igual. El canario... ¿Estaría en su jaula o allí, quieto, blando y mudo junto a la pared? ¡Qué importaba! El vuelo inútil y el golpe blando y sordo de quel copo amarillo estarían siempre con ella.


LA FUENTE
(De realidad y encantamientos)

En medio de la plaza. Tan vieja como los blasones que ostentaban su deterioro. Tan vieja como las corcomidas puertas, las piedras, el barro y el maderaje de muros y paredes. A su alrededor, zigzagueantes y angostas, las callejuelas subiendo y bajando abruptamente. Goteaba el moho verde y pegajoso enquistado en hendiduras y barrotes herrumbrosos.
En medio de la plaza. Agrietada, seca y desafiante. Corazón centrípedo de un pueblo más, mucho más viejo que la memoria. Vieja como la vieja mujer que llevaba las rutas todas del mundo surcándole la cara. Vestía de negro de la cabeza a los pies, y entre tanto negro el blanco mapa de su rostro y el fuego de unos ojillos enconados y agresivos.
–¡Vaya usted a la mierda! ¡Desvergonzada! ¡A retratar a su madre!
Agitaba la tosca caña que le servía de bastón, decidida a pelear por su bien ganados tiempo y espacio.

Se repetían los ropajes negros: atravesando la plaza, por la empinada y pedregosa callejuela, desde un boquete inesperado y abrupto... ¿Yendo? ¿Viniendo? Pasó un viejo con su burro, y otro con ovejas, y otro cargado de piedras, y otro con una hogaza de pan, y otro y otro... ¿O era el mismo? En medio de la plaza cantaba el chorro de la fuente. Alli se detuvo la vieja blandiendo su caña y escupiendo insultos. La miré largo rato sin poder desprenderme de la imantada atracción de su calor y su fuerza. Volvió a pasar el viejo de las ovejas, y esta vez se detuvo junto a ella dejando que el rebaño alfombrara el empedrado de la plaza. El sol, ya en retirada, tiñó de sepia la bucólica estampa. Una tonadilla persistente venía de no sé dónde.

Junto a la fuente reía la muchacha y con la risa se le encendió aún más el brillo de los ojos. Vestía falda amarilla de vuelones y blusa blanca y rizada; atado a la frente y moviéndose al viento, un pañuelo verde: verde tierno de pasto en primavera. El mozo, olvidado de sus ovejas, miró a uno y otro lado, la tomó por el talle y la besó brevemente. La tarde silenciaba el alegre trajinar del pueblo. Relucían los blasones recién pulidos. Cantaba el mozo volviendo a sus ovejas. Ella...

No sé. Me bastaba saberla alllí. En el centro de la plaza y del encantamiento.




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